John Carter (Andrew Stanton, 2012)

Todos tenemos una película que marcó nuestra infancia. Aquella en la que apenas entendíamos nada del argumento pero llamó poderosamente nuestra atención en esa añorada época, nos fascinaron sus imágenes y se convirtió no solo en nuestro primer y más poderoso recuerdo cinéfilo, sino que ya adultos la seguimos considerando uno de nuestros filmes favoritos, aún siendo conscientes de que se trate de una película mediocre.

Nuestro error es el de acercarnos a todo lo audiovisual con los ojos de nuestro presente, como si acaso fuese inmutable. Le exigimos a cualquier filme que satisfaga nuestras necesidades del ahora, de nuestra época vital. Los filmes de aventuras sin pretensiones nos asombraban de pequeños y ahora nos resultan banales, pero el cambio de perspectiva está en nosotros, la calidad de esas películas no ha variado. Esa falta de visión de conjunto es la que entorpece, en muchas ocasiones, las posibilidades no ya de valorar una obra en su justa medida, sino de disfrutar experiencias cinematográficas que no hablen directamente de nosotros mismos.  

Hinchada hasta reventar por una mastodóntica campaña de marketing, Disney ha convertido la novela de Edgar Rice Burroughs en una historia mucho más ligera, más ingenua, menos descarnada y mucho menos arriesgada. No queda rastro de aquel universo visual que Frank Frazetta concibió para las aventuras de John Carter, todo ha sido suavizado por el trazo políticamente correcto de la compañía a favor de la conversión del material literario hacia un público infantil. Las mujeres ya no exhiben sus cuerpos, y los hombres ya no son animales sanguinarios. Al menos, en ambos casos, no del todo.

John Carter huye de la Guerra Civil norteamericana cuando, por accidente, se aferra al amuleto mágico de un viajero y es transportado a Marte, donde descubrirá la guerra entre razas que se está librando en el planeta. El filme traduce esas referencias de ciencia-ficción pionera, de serie B y otros elementos propios de una Space Opera difícil de imaginar en la actualidad y conforma un producto de entretenimiento de irregulares resultados, disfrazados por un presupuesto descomunal que apoya la grandiosidad de sus efectos visuales. Si su material estaba, en espíritu, muy encaminado hacia La fuga de Logan (Michael Anderson, 1976) el resultado se acerca más bien a la malograda La máquina del tiempo (Simon Wells, 2002), quizás la peor aproximación al género en la última década.

Andrew Stanton firma su primera película fuera del mundo de la animación. Para los viejos conocidos de Pixar, su trabajo es reconocido en Wall.e o en Buscando a Nemo. Su primera aventura como cineasta de la imagen real desemboca en un dominio absoluto de la pirotecnia, de los efectos especiales y de los recursos visuales adaptados a la creación de un mundo digitalizado, pero también evidencia una incapacidad para extraer buenas interpretaciones de los actores que arruina buena parte del potencial de la película. Esto se revela especialmente en Ciarán Hinds, un actor solvente que resulta aquí tan ridículo como el resto del reparto.

La heroicidad del relato no cae tanto en sus actores, ni en los asombrosos efectos digitales. El auténtico héroe es Michael Giacchino, que ha compuesto un tema central absolutamente memorable y que imprime a la película de la épica que no poseen sus imágenes. Con él, la historia de John Carter en el cine cobra cierto sentido. Sus intenciones se vuelven más claras, más concisas y muy alejadas del cuento original. La epopeya romántica sustituye aquí al imaginario popular que se había formado en las últimas décadas en torno al personaje y a su historia fantástica.

Lo que queda es, pues, una historia de ingenua ciencia-ficción y despreocupadas aventuras, la clásica historia del héroe que reúne a un pueblo para luchar contra el opresor, princesa de por medio. No es necesario mencionar que sus resultados son poco interesantes, pero por otra parte sería un gran error exigírselos. John Carter es fiel a sí misma en todo momento y da exactamente lo que promete, una historia sin mesura y sin sentido, los saltos imposibles y las criaturas asombrosas que tanto nos maravillaron de niños. La primera vez que nos ocurrió salimos de la sala sin poder parpadear y le pedimos a nuestro sufrido padre que nos explicara la película. A esa la consideramos una obra genial. A esta, sin embargo, nos atrevemos a llamarla por otro nombre.