Two years at sea (Ben Rivers, 2011)

¿Cómo filmar a alguien que lo ha perdido todo? Alguien que ya no tiene nada y que, sin embargo, ha encontrado su auténtica libertad al despojarse de su vida pasada. Alguien que ya no vive en la memoria de ninguna otra persona y que para encontrar su verdadero lugar ha tenido que renunciar al mundo de los hombres, con el dolor que conlleva la renuncia al ser querido, un dolor que se traduce en silencio. Cómo filmar a alguien que ya no existe.

Tiene mucho sentido que, para narrar esta historia, Ben Rivers haya utilizado la última lata de la ya extinta película Kodak plus X, un celuloide con fecha de caducidad que ha recogido el universo secreto de un fantasma del bosque, un relato filmado que no podría existir de ninguna otra manera. El cine le regala a Jake Williams, el único habitante del profundo bosque escocés, el primero de los tres milagros que le ofrece mientras la película Kodak continúa rodando. El mundo invisible, que hasta ahora era visible sólo para el anciano, será para siempre físico e inextinguible.

La cámara sigue a Jake a través de su devenir cotidiano en el bosque, recogiendo el testimonio de las acciones del hombre frente a la naturaleza. El anciano se detiene y se tumba sobre el campo, hundiéndose en la hierba y suspendiendo el tiempo, como si quisiera fundirse con el entorno de manera absoluta, un gesto que repite día tras día de una manera no consciente.

Las fotografías de tiempos pasados que Ben Rivers encuentra y que va colocando en el montaje de su película para servirse de ellas como si del eco de una época desaparecida se tratase, están a punto de desvelarnos una historia que se nos niega durante el metraje. Quién es Jake Williams, de dónde viene, por qué su sueño era alcanzar esta forma de vida y a qué ha tenido que renunciar para conseguirlo.

De repente, el hombre eleva su caravana con sosiego hasta que alcanza la copa de los árboles. Su casa deja de tocar el suelo, y Ben Rivers no filma su ascenso sino su llegada a las nubes, como si fuese este el símbolo definitivo de la pérdida de cualquier vínculo de Jake con la realidad del mundo de los hombres. En aquel gesto, el anciano se aleja del todo del plano físico para anclarse sobre lo espiritual, en un símbolo más de su deseo de fundirse con la naturaleza.

Sin embargo, cuando el hombre sustituye el gesto de hundirse entre la hierba por el de colocarse sobre una balsa en medio del lago, el cine le brinda la más hermosa de las revelaciones, y también el segundo milagro. Jake desea permanecer tan inmóvil como el agua, tan inquebrantable como las montañas del horizonte, tan silencioso como la bruma del bosque. Pero la balsa se mueve, de manera imperceptible para el ojo humano, pero no para la cámara. El cine le revela de nuevo al anciano su condición humana y perenne, nos revela del todo una verdad inmutable: que el tiempo no pasa del mismo modo para el hombre que para las montañas, para el cuerpo que para el espíritu.

Y ante esa certeza, el hombre es expulsado de su propio mundo. Jake no pertenece ya al mundo de los vivos, pero tampoco es aceptado en el eterno universo de la naturaleza, que lo relega nuevamente a su condición de mortal. Vagando entre dos mundos, ausente de ambos, el cineasta muestra entonces la última de las fotografías: dos niñas que sonríen a la cámara con sus miradas inocentes.

Como espectadores, nunca sabemos si se trata de su familia, o acaso de alguien importante. Lo cierto es que la película vuelve la vista hacia un último y dilatado plano en el que el alma de Jake se consume frente a una hoguera. Nunca sabremos con certeza a qué debió renunciar para encontrar su lugar en el mundo. Consciente de aquello que ha perdido, incapaz de fundirse del todo con la naturaleza, el anciano tiene la vista perdida en la hoguera. Huérfano para siempre, ya no puede vincularse ni a su pasado ni a su entorno. El cine le regala la posibilidad de apagarse consigo junto al último fundido a negro. Y ese gesto es el último de sus milagros.