Puede sonar a la más fortuita, la más pura de las casualidades. Pero resulta tentador, cuanto menos, señalar el parecido. Una de las primeras imágenes que aparece en el prólogo de Holy Motors (Leos Carax, 2012) encuentra su resonancia en el plano que abre el relato de Amour (Michael Haneke, 2012) tras los títulos de crédito.
Ambas películas comienzan su relato mirando hacia su público, hacia una platea que mira al espectador y este los observa a ellos. Espectadores que interpelan al espectador real. ¿Qué quieren decir realmente esas dos imágenes hermanas? En el caso de Holy Motors, Leos Carax invita, ya desde el comienzo, a que cada secuencia tenga el sentido que nosotros queramos otorgarle. De ahí proviene justo su riqueza, que todas las lecturas son posibles y válidas al mismo tiempo.
El caso de Amour es más sutil y mucho menos bohemio. Allí la cámara enfoca al público y no al escenario del teatro, en el que un pianista interpreta a Schubert, para transparentar la filosofía de una película que nunca se sentirá tentada de centrarse en lo llamativo, en lo espectacular, sino en la belleza de una historia anónima y cotidiana. Sus personajes están escondidos entre la gente que llena el plano. El ojo los busca, los encuentra, y entonces nos sentimos partícipes de ese anonimato. Ya no son personas desconocidas. No para nosotros.
Dos planos sencillos pero frente a los que el espectador no puede evitar sentirse sacudido. De repente ya no es la pantalla el objeto observado, sino el objeto que observa. En un panorama contemporáneo en el que el gran público entiende el cine como un elemento cuyo más importante cometido es la capacidad para evadir de la realidad, para evitar cualquier invitación a la reflexión o al pensamiento, resulta comprensibe que las historias más rechazadas sean en realidad las más cercanas, las más sencillas, las que se atreven a hablar realmente de nosotros mismos.
De ahí que los espectadores de las butacas en Holy Motors estén dormidos frente a la pantalla, totalmente inconscientes de su experiencia con el cine. Y de ahí que la cámara, durante unos segundos, les enfoque a ellos, les haga protagonistas, y deje de mirar hacia la propia historia que cuenta. Ambas películas, totalmente alejadas en forma y en espíritu entre ellas, encuentran en la misma imagen la forma de expresar una idea romántica. Incluso cuando el mensaje sea un calidoscopio de representaciones indescifrables, o un retrato del dolor al que resulta difícil enfrentarse. El cine más vivo del año, el más arriesgado, el más auténtico, le pregunta directamente al espectador si está dispuesto a seguirle.