Una pistola en cada mano (Cesc Gay, 2012)

El cine de historias cruzadas pasó de ser un instrumento narrativo idóneo para acercarse a la realidad fragmentada del momento presente, con el que nacieron importantes obras contemporáneas, a terminar siendo el recurso fácil con el que un cineasta mediocre podía unir todas sus ideas sueltas y acercarse así a la duración convencional de un largometraje.

De aquel género recién nacido surgió Cesc Gay como abanderado del cine español tras haber firmado Krámpack (2000). A partir de ahí llegaron sus dos mejores películas, En la ciudad (2003) y Ficción (2006), ayudado siempre por Tomàs Aragay en los guiones. La grandeza de aquellas obras venía de la amplitud de su mirada, de la manera displicente de filmar, de su afinada puntería para ofrecer un retrato cotidiano del hombre moderno tanto como de acercarse a él a través de una perspectiva no exenta de una melancolía que impregnaba de encanto a lo que ocurría en aquellas delicadas piezas.

El dispositivo propuesto más tarde para V.O.S. (2009) y, sobre todo, para Una pistola en cada mano, obedece más a una proyección hacia la pequeña pantalla, de encuadres cerrados y una actitud televisiva de lo visual, abandonando la belleza de una puesta en escena estilizada y con nombre propio que alcanzaba sus mayores cotas de excelencia a partir de En la ciudad. Y puede que esa ausencia de fuerza en lo visual le reste el enorme potencial que podría haber tenido todo cuanto aquí se representa. No conviene engañarse, pues Cesc Gay sigue siendo tan interesante y actual como lo era una década atrás. Lo que no resulta discutible percibir, al mismo tiempo, es un lamentable estancamiento en términos creativos.

Una pistola en cada mano retrata las historias de un variopinto grupo de personajes masculinos. Los temas se repiten, con pequeñas variaciones. La vida de pareja, los errores cometidos, las demostraciones de hombría o el miedo al compromiso se adueñan de los pequeños relatos. El guión tal vez pretenda enunciar los pecados capitales del hombre que pertenece a la generación del realizador a partir de sus debilidades, de su condición de almas perdidas en la gran ciudad, movidos por la inercia. La puesta en pantalla, sin embargo, reduce esos estereotipos a una representación del ridículo que termina sonando más a castigo que a un puro retrato, a elogio de lo patético. Todo se transforma en caricatura, y en una caricatura además indeterminada, pues los esbozos parecen demasiado frágiles, menos pulidos y con menor profundidad que la que tenían sus antiguas creaciones.

Suntuoso reparto de caras conocidas para representar a los personajes. Muchos de ellos colaboradores habituales en el cine del autor. La constante presencia del humor, que convierte todo cuanto ocurre en algo despreocupado, su puesta en escena ausente de toda identidad y la sensación de que sus historias tienen, en el fondo, un vínculo demasiado frágil, ofrecen una perspectiva que tiene poco de relato conjunto. Ha utilizado aquí la historia cruzada como un instrumento poco justificado. El aspecto final es más el de una sucesión de cortometrajes con más o menos fortuna. Su (de nuevo) forzada reunión final en un escenario que una a todos los personajes presentados resulta una decisión cuando menos apática en el cine de un autor que había consagrado en el aspecto natural de sus desarrollos argumentales una de las mayores virtudes de su cine.

La visión del director ha mutado en sus dos últimas películas en parte porque parece interesarse cada vez más en los personajes en lugar de en su representación. De ahí el plano corto, la preocupación por la interpretación del actor, y menos por la filmación. Aquí está ausente, además, el juego con el metacine que otorgaba especial vida a la narración de V.O.S., con lo que sus agujeros quedan aún más al descubierto. Está lejos aún de suponer una propuesta mediocre. Es difícil que este autor llegue alguna vez a serlo. Lo que sí es cierto es que es la película más alejada del Cesc Gay que ha propuesto proyectos más interesantes, más evocadores. Aquí parece haber confundido falta de pretensiones con un festival de banalidades, menos revolucionaria y más acomodada, menos mordaz y más ingenua, menos melancólica y más ensimismada. En su deseo de alejarse siempre de toda etiqueta, el realizador ha dado la vuelta al círculo. Ha terminado firmando una película intrascendente, inofensiva, condescendiente. Justo todo aquello que intentaba evitar diez años atrás.