Cuando le preguntan por qué sigue haciendo su trabajo, el protagonista de esta película inclasificable responde que lo sigue haciendo “por la belleza del gesto”. Recorriendo la ciudad de París en limousine, el hombre se transforma en diferentes personajes para interpretar papeles que parecen representar ciertas acciones del mundo cotidiano que nos deshumanizan, como si se transformaran de repente en los nuevos pecados capitales de la era tecnológica.
Esta crítica fracasa en el mismo momento en el que intenta explicar lo inexplicable, pues el auténtico valor de Holy Motors reside en el milagro de constituir una película totalmente libre y deliciosamente abstracta, en la que todas las lecturas son posibles, y permite al espectador que se atreva a penetrar en ella construir su propio significado.
A modo de una posible ruta que trazar, que nos ayude a emprender el camino, unas extrañas notas de piano suenan cada vez que el protagonista vuelve al vehículo a iniciar su transformación en un nuevo personaje. Aquellas notas remiten al Musica Ricercata II que Stanley Kubrick utilizara en su Eyes Wide Shut (1999) y que Ligeti compuso como manera metafórica de apuñalar a Stalin a través de una partitura musical. Ese puente sonoro que vincula ambas películas puede servir para recordar aquella travesía nocturna de otro personaje que también sufría mutaciones en un juego de máscaras igual de evidente que el que aquí sucede.
Belleza del gesto porque las pequeñas piezas que conforman la película son también una hermosa manera de maravillarse con las posibilidades expresivas del cine, con su absoluta libertad, con su poder para mutar y transformarse en una película distinta con cada plano. Se habla de historia del cine en cada uno de los episodios que conforman la película. A Leos Carax no le interesa en realidad ese ejercicio cinéfilo, solo que los aficionados al cine percibimos en esos grandes momentos de su película la misma fuerza comunicante que nos conmovió en el pasado a través de escenas hermanas, que remiten a esta como si se tratase de un nostálgico juego de espejos. Lo único que le interesa es filmar a Denis Lavant, su actor fetiche, enamorado de su expresividad corporal, allá donde reside la auténtica belleza del gesto.
Nostalgia, porque de ese sentimiento se puede destilar buena parte del espíritu de la película. Nostalgia por el pasado y por lo que se ha perdido. No en vano, la película está dedicada a la fallecida esposa del director. Pero también nostalgia por la que el autor, trece años después de su anterior largometraje, vuelve al arte del cine para dejar constancia de su incapacidad para reconocer al ser humano en el mundo moderno. De ahí que la respuesta de su personaje sea, en cierta manera, la del propio Leos Carax. Filmar para recoger la belleza del gesto. Para preservar los últimos atisbos de humanidad en la Tierra.
¿Qué entender bajo esa lectura de los gestos deshumanizantes, que el personaje principal interpreta como si se tratara de una protesta silenciosa? La miseria humana, la pobreza, el mismo acto de pedir limosna. O la fascinación por el movimiento del cuerpo humano sólo porque uno puede maravillarse por la forma en la que un ordenador es capaz de recoger ese movimiento mediante técnicas sofisticadas. O el asesinato del “yo”, la traición a uno mismo en forma de culto al aspecto para intentar parecerse más a un canon idealizado y menos a nosotros mismos. La aceptación social. La banalización de las emociones, y de las situaciones como la muerte, o la despedida, convertidas en foco del espectáculo televisivo. O encontrar al amor perdido y reconocer en él a una persona diferente. De repente, aquella melodía de piano se transforma en una orquesta de cuerdas. Perder el amor significa perder una parte de nosotros, morir, en cierta manera.
Quizás el plano más revelador de este tapiz de indudable valor artístico sea aquel en el que, transitando a través de las alcantarillas, el protagonista se encuentra con un desfile de personas empobrecidas que caminan, escondidas, hacia ninguna parte. No hay lugar para ellas en el mundo de la superficie, regido por una belleza estética impuesta por la filosofía de lo vacuo. Es por esto por lo que Monsieur Merde, personaje que ya aparecía en Tokyo! (2008), es el único superhéroe posible en un filme de Leos Carax. El grotesco humanoide rompe con los falsos dioses de la sociedad moderna y ensalza las necesidades e impulsos del ser humano como lugar en el que descubrir auténtica belleza. Aquel peculiar personaje puede suponer para Carax el más sincero grito expresivo acerca de la necesidad de retornar a lo esencial, de que el ser humano vuelva a tomar conciencia de sí mismo. Bajo esa lectura, Holy Motors podría ser la primera película que anuncie el necesario Renacimiento de una sociedad moribunda.
Lo único que queda es la belleza del gesto, que aparece en contadas ocasiones a lo largo del día, y que aquí han sido filmadas con incontestable virtuosismo, desde el prodigioso entreacto musical hasta sus escenas nocturnas maravillosamente fotografiadas. Entreactos, cambios de escena… Holy Motors es un ballet, una expresión musical y visual de primera magnitud, incluso cuando contenga un aria más propia de una ópera en el corazón de la película interpretada por Kylie Minogue. Pero no un aria que explique la película, sino un texto lleno de preguntas, para un filme en el que las únicas reflexiones provienen de las máquinas y el hombre ha perdido su poder expresivo, su capacidad comunicante.
Película de aliento triste, que transmite desesperanza y al mismo tiempo el deseo creativo de luchar contra ella. Película contada a modo de fábula, quizás para que su afligido mensaje y sus penetrantes imágenes nos duelan menos, que sea más sutil la forma en la que nos quema el alma. Aquellos personajes que el protagonista encarna y experimenta a modo de microvidas bien puede recordar a aquel concepto de raciones individuales de personas que decía Edward Norton en El club de la lucha (David Fincher, 1999). Vivir y morir en cada encuentro. Tal vez la pérdida del ser amado haya avivado en Leos Carax la idea de que cada encuentro con el otro es sagrado, de ahí la necesidad de preservar lo que aún nos hace humanos. Filmar la belleza del gesto termina siendo un acto de amor.