En la casa (François Ozon, 2012)

Antes de enfrentarse a esta película, es importante recordar que François Ozon es, ante todo, un rebelde. No es tanto el enfant terrible del cine francés, porque el director se ha despojado del calificativo como quien cambia de camisa, ni obedece tampoco a la imagen de genio cineasta que las campañas de marketing de las distribuidoras quieren vender del realizador. Un niño rebelde, que filma aquello que desea y que desecha los éxitos de su película anterior para volver a construirse a sí mismo desde cero en cada nuevo proyecto. De ahí el profundo interés de su filmografía.

Y puede que también convenga recordar que Ozon siente una especial atracción hacia la maldad, hacia su origen y su posterior gestación. Siente fascinación ante los procesos en los que el germen del mal consigue destruir el equilibrio de un refugio perfecto. De ahí que el concepto de “la casa” como lugar idílico en el que penetra el mal y rompe la armonía existente, manejado aquí como tema principal, no sea nada nuevo en su filmografía.

No hay que remontarse demasiado lejos para encontrar en su obra uno de los máximos exponentes de estas ideas. Concretamente en Ricky (2009), una película de apariencia inofensiva que giraba en torno al nacimiento de un bebé con características peculiares en su cuerpo. Aquel nido de amor no albergaba otra cosa en su cuna que al mismísimo diablo, un tierno bebé al que no tardaban en crecerle las alas en la espalda y pequeños cuernos en su frente. Y es conveniente evocar aquel denostado trabajo para arrojar verdadera luz sobre el personaje de Claude, el adolescente protagonista de En la casa, un adolescente cuyo profesor, emocionado ante las capacidades literarias del joven, intenta que desarrolle sus habilidades como escritor.

Puede que al espectador de En la casa y a François Ozon, su director, no les interese lo mismo. Sin conocer la filmografía del realizador francés, es posible que uno vea en el joven Claude la encarnación del talento creativo, las ganas de vivir, la pasión por las artes o incluso una relación profesor-alumno inspiradora. A través del conocimiento de la obra del autor, uno ve en aquel niño inteligente al mismo demonio de Ricky, al mismo asesino sin identidad en 8 mujeres (2002), al egoísmo de El tiempo que queda (2005) o a la rutina que marchita el amor de Cinco veces dos (2004), el demonio que permitimos entrar en nuestra casa sin conocer su auténtica identidad para que comience un silencioso proceso de destrucción de todo aquello que es correcto y bueno. No ha cambiado nada en el discurso de Ozon al llegar hasta aquí, sólo que esta vez se sirve de un guión mejor de lo acostumbrado, basado en una obra teatral de Juan Mayorga, para trazar su conocida deconstrucción de lo idílico.

Puede que al espectador convencional le conmueva más el divertido juego de imposturas en torno al relato escrito y su representación en pantalla, ese atractivo juego de realidades y ficciones superpuestas que tan bien se venden en el cine popular. Pero basta percibir el sentido de la mirada del joven Claude en ciertos momentos de la película para comprender que En la casa vuelve a hablar de la fragilidad de las bondades del mundo y lo sencillo que resulta corromperlas. De ahí el valor de mantenerse bondadoso, de seguir creyendo en lo que uno ama. Porque lo que queda, en un sentido superficial, puede ser la pasión de dos personas dispares en torno a la literatura, de nuevo la pasión en lo que uno ama, mostrado también en una Kristin Scott Thomas que defiende desesperadamente su moribunda galería de arte moderno o un padre y un hijo que se desviven por el mundo del baloncesto y el trabajo en equipo.

Pero en un sentido más profundo, la auténtica sensación que perdura es la de asistir a la historia de un profesor que se lo entrega todo a un adolescente en el que cree. Un joven que luego utilizará esos conocimientos para ejercer el mal. ¿No resulta más conmovedor el relato del sacrificio del hombre que lo entrega todo a un niño desconocido porque ve en él cierta esperanza en el futuro, el sacrificio en torno a lo que uno ama en lugar del despreocupado juego entre cine y literatura? ¿Se confunde el envoltorio con el auténtico contenido, o ya sólo sabemos ver el envoltorio como único aliciente de la experiencia cinematográfica?

Si es así, entonces es cierto que En la casa es una obra maestra. Nunca Ozon había filmado el material del que partía con semejante transparencia, con tal habilidad para adecuarse a los pliegues narrativos de una historia que exige tal control de sus elementos. Argumento y planificación narrativa cogidos de la mano. Pero no conviene pensar que el ritmo de la cinta viene del pulso narrativo de su autor. Basta con observar qué ocurre con aquellas escenas que cuentan con más silencio del habitual. Es la frenética partitura de Philippe Rombi, inspirada y libre, omnipresente a lo largo de todo el metraje, a la que se le ha impuesto una mayor presencia de lo habitual porque es fácil darse cuenta que son esos sonidos los que arrastran a la narración hacia un ritmo imparable. De repente no es esa narración lo más brillante, sino el pequeño truco de un cine que funciona a la perfección como experiencia inspiradora cuando sus elementos encajan de la manera en la que lo hacen aquí.

Al rebelde Ozon le encantará saber que su película más laureada ha cosechado tantos éxitos porque el público quizás haya creído ver, en realidad, otra fábula diferente. Podría ser el argumento de una de sus propias películas. Sus criaturas de la oscuridad, al saberlo, estarán dibujando una maligna sonrisa en su rostro. Más perversa que nunca.