Han Solo: Una historia de Star Wars (Ron Howard, 2018)

Poco antes del rodaje de esta película, una buena parte de la comunidad de seguidores de la saga Star Wars lamentaba que el elegido para interpretar al joven Han Solo no fuese un chico que había mostrado su casting a través de internet. Más que una prueba, era una imitación casi perfecta del Harrison Ford presente en la trilogía original: el parecido no sólo era notable en su aspecto, sino también en gestos como la forma de sentarse o la pícara sonrisa de medio lado tan propia del actor/personaje. Lo que ha quedado claro no es tanto que los procesos de casting se muevan por mecanismos más complejos, sino que a estos spin-off alejados de la saga les interesa de algún modo evitar cualquier armonía estética con las películas anteriores, como ya dejó claro Rogue One (Gareth Edwards, 2016).

Y aquí es donde nace, precisamente, una enorme contradicción, la gran trampa que ha impedido a estos filmes, pequeños relatos paralelos al hilo principal, despegar del todo o alcanzar una cierta excelencia: cuando Han Solo se enfrenta a la molesta burocracia del Imperio, su interlocutor revela el origen de su apellido. Cuando se encuentra por primera vez con Lando, otro de los célebres personajes de la primera trilogía, casi parecen obligados a escenificar la famosa partida en la que Han Solo decía haber obtenido el Halcón Milenario como premio. Cuando acude al combate con otro compañero, éste le termina ofreciendo su icónica pistola, de modo que incluso el arma cuenta con su propia historia. Aún más allá, un inocente comentario de C-3PO al subirse a la nave tiene también su explicación aquí, como si no fuese posible dejar nada al azar o, aún peor, como si este nuevo filme estuviese condenado a justificar todos y cada uno de los detalles que daban vida al mito original.

Quizás Lawrence Kasdan y su hijo hayan decidido prescindir de la categoría de mito de aquellos sencillos personajes que daban origen a todo un nuevo universo. Pero hacer explícito de dónde viene cada objeto, de dónde nace cada historia, cuál es el germen de cada mínimo detalle, es rebajar la condición del mito a lo mediocre. En ese paso por convertir a Solo en alguien más cercano, más entendible, más tridimensional, cosa que podría parecer una loable virtud, se desdibuja todo aquello que hacía grande al universo en sí: un mundo ficticio donde los arquetipos podían reflejar un sinfín de valores e ideas que enriquecían la historia, en lugar de reducirla a lo concreto para no terminar contando nada. Se trata del peligroso gesto de empequeñecer a los dioses en la búsqueda de poder identificarse más con el material, pero en esa búsqueda la devoción por el homenaje se ha convertido en un miedo a ofender al canon que le impide ir más allá de sus predecesoras.

Más allá de este irreconciliable concepto de partida, no conviene pasar por alto pequeños triunfos que sí tienen lugar: se trata del primer filme perteneciente a la saga desde Una nueva esperanza construido como un auténtico western, en tanto que La amenaza fantasma, la más cercana en ese sentido, se terminaba preocupando más por las intrigas políticas y abandonaba pronto ese camino, al menos en el sentido más puro y clásico del género. Dejando a un lado los problemas de producción la vida interna de la película revela, especialmente a través del texto, que se trata de una carta de amor al personaje, un texto que deja entrever el afecto de sus hacedores por el célebre cazarrecompensas. Pero se trata de una carta de amor que alaba lo ya conocido, nunca impulsa al protagonista a perseguir nuevas metas. De algún modo, como ya ocurría con Rogue One, se trata de un filme-mausoleo, una película hecha desde un respeto que ahoga su auténtica pulsión creativa. Lo más positivo que puede decirse de Solo es que acaba resultando entrañable.