Rogue One: Una historia de Star Wars (Gareth Edwards, 2016)

Filmar Star Wars cámara al hombro es, en cierto modo, un gran absurdo. Sería como si el traje de Darth Vader apareciese de otro color sin motivo aparente o como si un personaje icónico ahora se llamase de otra manera: el universo de Star Wars se concibió a partir de la toma con teleobjetivo, tan propia del cine de los años setenta, y pertenece a la estética de la saga tanto como los diseños de cualquier protagonista. Por eso no importa que no aparezca la cabecera de la saga ni la tonadilla famosa del comienzo (el filme no se sitúa en el devenir de la saga principal y por ello puede tomarse ciertas libertades, por otra parte acertadas y bienvenidas), pero lo que sí trasciende es la manera en la que se pone en escena esta historia paralela.

Como si de una escaramuza de la Segunda Guerra Mundial se tratase, Rogue One se ensucia en el barro, plantea las trifulcas de un escuadrón granada en mano, más rudimentaria que de costumbre, más caótica, de proporciones más pequeñas que sus antecesoras. De ahí la necesidad de rodar también desde las trincheras, desde la suciedad y el polvo, como si de un documental bélico se tratase. El fracaso de estas decisiones sale a relucir en cuanto un personaje de la saga principal aparece en escena y eclipsa el relato, como el citado Vader, dando a entender que en realidad nada de lo anterior importa tanto como su presencia.

Quizás pueda encontrarse el perfecto símbolo de este fracaso en la recreación mediante posproducción del Gobernador Tarkin («interpretado» por el ya fallecido Peter Cushing), macabra metáfora del intento por mantener vivos los elementos originales de la saga. Lo nuevo importa tan poco que es necesario exhumar a un cadáver para que la nueva ficción cobre sentido. Y lo nuevo poco importa porque la historia está diseñada para rellenar las lagunas de un relato ajeno, mucho más grande, como los Cuentos inconclusos hacían con El señor de los anillos de Tolkien. Rogue One está condenada a crear personajes de la nada y que desaparezcan antes de la conclusión a la manera de una impostada Cenicienta.


Y este tal vez sea el punto más controvertido de este spin-off: que se trata de la primera película de Star Wars que se apoya por completo en su argumento. Mientras las otras películas vivían del simple reciclaje de elementos para conformar un batiburrillo pop de nueva hornada, Rogue One vive preocupada por atar cabos argumentales, por rizar el rizo de una historia en otro tiempo sencilla y por enlazar al Episodio IV consigo misma. Es decir, la esencia misma de lo que siempre fue Star Wars (la copia continua, la referencia descarada) aquí no existe, perdida a medio camino entre la búsqueda de la originalidad, el homenaje y un profundo respeto a la saga principal que convierte en infructuoso cualquier intento de inventiva propia.

Quizá el único error sea haber pretendido que todo lo que rodea a los filmes originales sea más épico aún que la propia historia principal. Si bien es cierto que el rótulo inicial del Episodio IV señala que aconteció una cruenta batalla para obtener los planos de la Estrella de la muerte, parece lógico que aquella entradilla en forma de texto deba situarse un escalón por debajo en cuanto a sus dimensiones con respecto a la aventura primigenia. Uno piensa en el robo de unos planos con la misma sutileza con la que Obi-Wan Kenobi (Alec Guiness) apagaba aquellos generadores de escudo en el primer filme: un simple gesto sutil, silencioso, un acto de elegancia que equiparaba a los jedis con caballeros ingleses. El spin-off, sin embargo, casi tiene que pedir permiso para poder hacer más ruído aún que la saga a la que acompaña. Si bien se trata de la primera película de este universo con un toque autoral (la acostumbrada contención de Gareth Edwards bien merece un elogioso capítulo aparte), también se trata de la primera película de Star Wars que se traiciona a sí misma.