Good (Vicente Amorim, 2008)

GoodMortensen

En los últimos tiempos es latente, y alarmante, el enorme daño que el nuevo concepto de serie televisiva está realizando al cine.

Al espectador medio, la diferencia le resulta inalcanzable, pero no por ignorar esos efectos resulta éste impermeable a la mala educación que propone la serie de televisión actual, centrada en el entretenimiento y la política del ‘enganche’ a toda costa.

Un enganche a la vez sin sustancia, pues las expectativas siempre resultan frustradas al comprobar el engaño de sus resoluciones.

La mala educación de estos nuevos espectadores ha permitido que las malas películas, como ésta que nos ocupa, no sólo obvien su condición de absoluto engaño y lo disfracen bajo el velo del marketing oportunista, sino que además han terminado por convertirse en verdaderos acontecimientos.

El status de los actores se diversifica: ahora existen, más que nunca, la condición de estrella de los actores televisivos, que no logra traspasar nunca los límites marginales de ésta para alcanzar el medio cinematográfico, pues resulta imposible hacer olvidar los personajes que interpretaban.

Las estrellas de cine tienen aún su propia parcela de la fama, su parte de la tarta, y la presencia de un actor consagrado como Viggo Mortensen basta aparentemente por sí sola para justificar la película.

Sin embargo, el esfuerzo titánico de un actor tan limitado como Mortensen, que aquí lucha solo contra viento y marea sosteniendo todos y cada uno de los planos del filme, no sirve para hacer olvidar la absoluta carencia de interés de esta insulsa historia.

Pues Good no es más, al fin y al cabo, que una película de sobremesa ambientada en el nazismo como telón de fondo y con un único personaje protagonista que se ve envuelto en los acontecimientos. Un telefilme que, sorprendentemente, salta a la gran pantalla y pretende presentarse como una verdadera epopeya cinematográfica.

El unico punto positivo de Good es que hace reflexionar finalmente acerca de la dificultad de mantener la ética y los valores personales ante una sociedad hostil que amenace con destruir todo a su paso si no se aceptan sus normas y sus planteamientos.

La nula habilidad para relatar esos acontecimientos con perspicacia, y aún más, la incapacidad de la historia para no resultar convencional y aburrida en todo momento, la hunden en la miseria más absoluta, la que por derecho le corresponde: la de estar relegada a una programación televisiva en la que ese espectador de cine que las series han creado pueda cambiar de canal a mitad del metraje, ver otros canales y regresar para poder ver el final y constatar por sí mismo que la presencia de Aragorn no era suficiente.