El llanero solitario (Gore Verbinski, 2013)

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Los personajes de El llanero solitario no dejan de demostrar desde el primer minuto que son de goma, lanzándose al vacío desde alturas imposibles y cayendo sin magulladura alguna. ¿Cómo tomarse de manera realista sus sentimientos posteriores, si la película se empeña continuamente en recordarnos que no son seres de carne y hueso?

Posiblemente sea éste el único punto en común con el material de la historia original que se traslada aquí a la pantalla. O, mejor dicho, el material del que se sirve la producción para poder repetir el modelo comercial que hizo de la saga Piratas del Caribe una fórmula de éxito. En el último momento de la película, el fiel compañero del llanero solitario impele a este a que evite todo gesto característico del personaje, haciendo referencia a la ridiculez del gesto en los tiempos modernos. Es la prueba definitiva de que a este Llanero solitario no le interesa proponer una revisión actual del personaje, sino sencillamente aprovecharse de la referencia para poder convocar a las masas.

El formato de aventuras de corte infantil ha dado hermosos frutos desde la invención del propio cine. Puede que sea incluso el género por excelencia del espectador medio para remontarse a sus primeras experiencias en el cine como motor de los maravillosos sueños de la infancia. Resulta aún más doloroso, por tanto, que Gore Verbinski y su equipo se sirvan aquí con descaro de las mejores situaciones y los grandes planos que hicieron grande al género western para construir una película que maquilla con astucia sus verdaderas intenciones. 

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La puesta en escena no es la única disciplina en la película que repite sin pudor materiales que le son ajenos. La banda sonora de Hans Zimmer comienza con un interesante tratamiento del género en sus primeras secuencias pero pronto revela su particular impostura al mostrar por primera vez su tema principal, que no es otra cosa que la partitura de Hasta que llegó su hora (Sergio Leone, 1968) solo que con un nuevo arreglo que disimule la similitud evidente.

¿Por qué recurrir al continuo plagio disfrazado de homenaje, si la película no aguanta ninguna de las comparaciones? El juego tramposo de acercamiento al género a partir de la mimesis sólo consigue dejar claro que el poco material original de la cinta no está a la altura de todas aquellas a las que hace referencia. Cuando El llanero solitario no está sirviéndose de otra película para avanzar se dedica únicamente a hacerlo saltar todo por los aires como moneda de cambio de una espectacularidad mal entendida.

Quizá el cine de Gore Verbinski sea mejor cuanto más pequeño se vuelve (El hombre del tiempo, 2005). En el gran escenario domina la acción pero se vuelve reiterativo y esclavo de la sobreexplicación. No puede entenderse, si no, que sea Johnny Depp como anciano el que cuente (y explique) todo lo que va ocurriendo en la pantalla a modo de relato ocurrido en el pasado.

Pero la impostura definitiva se revela en su tramo final cuando la película destila su concepto, de nuevo mal entendido, sobre cómo debe ser el cine popular. Hans Zimmer despliega allí, a todo trapo, la Obertura de Guillermo Tell compuesta por Rossini y la larga secuencia de conclusión se supedita al insidioso ritmo de la composición. El llanero solitario invita así a algo parecido a los aplausos de la platea durante el concierto de fin de año al son de la Marcha de Radetzky de Strauss. Sí, ese momento en que el director le da la espalda a la orquesta y dirige las palmadas del público. 

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