El Ilusionista (Sylvain Chomet, 2010)

Cuando uno contempla las imágenes de Sylvain Chomet, la idea de elegía parece resonar sobre todas ellas. Elegía por un modelo de animación tradicional extinto, que resurge con el aliento fantasmal de aquello que ha dejado de existir, y elegía por valores y costumbres del ser humano que también se van perdiendo.

Bajo ese tono melancólico y desolador se mueven los dos filmes de Chomet, que hasta ahora ha pintado sus historias como si de un tenebroso sueño se tratasen, pues el cineasta conoce bien que, tanto en la vida como en el cine, lo hermoso y lo aterrador siempre van de la mano.

Hermoso cuento ha escogido el autor para su segundo largometraje animado, un guión que Jacques Tati, aquel maravilloso humorista francés cercano al estilo de Chaplin, nunca pudo rodar, en el que un mago ambulante apadrina a una niña huérfana y trata, por todos los medios, de que siga creyendo en la magia a pesar de que la joven se encuentra en ese despertar de las verdades del mundo y en el fin de sus ilusiones de infancia.

Puede que de ese guión, tras pasar por las manos y por el filtro de la imaginería desbordante de Chomet, sólo haya permanecido intacto el personaje central, un hermoso homenaje a la figura de Tati como humorista, una caricatura y al mismo tiempo un regalo, una manera de traerlo de nuevo a la vida para protagonizar una última historia.

No deja de resultar curioso que un filme con una técnica tan apabullante posea tanta humanidad y autenticidad que se antoje imposible hablar de ella bajo meros términos estéticos. La eterna contradicción del cine de Chomet: una imagen que busca siempre la recreación de la realidad sin renunciar nunca a una cierta fantasía o, dicho de otro modo, de cómo la realidad puede transmutarse y adquirir nuevas formas, nuevas maneras de representación.

El Ilusionista se convierte en un clásico instantáneo, en una película imperecedera. No hay mayor canto a ese cine que se extingue y que aún parece tener muchas cosas que contar, pero también se trata de una fábula sobre el tiempo presente, incluso cuando la película no está ambientada en la actualidad. Una fábula en la que el ser humano permite que se derruya, poco a poco, un mundo hermoso cuyas maravillas son incontables.

La radiografía, casi sin diálogos, de dos personas huérfanas, que se encuentran y se protegen mutuamente, resulta sobrecogedoramente auténtica. Tal vez el ilusionista sepa que la magia no existe en el mundo realmente, y trata de mantenerla viva en el corazón de la niña porque también sabe que su inocencia es el mayor tesoro que existe. Pero en esa relación imposible, insostenible pero también idílica, llena de ternura, la película encuentra y crea por sí misma una cierta verdad: la magia, en realidad, sí existe.

Magia del cine, que revive a través del dibujo para volver a emocionar al espectador, con la capacidad intacta para compungir el corazón. Magia del ser humano, escondida en dos personas que comparten un momento de sus vidas y que juntas aprenden a sentirse menos solas. Y magia de Jacques Tati, que nos cuenta una última historia desde allá donde esté, una en la que los poderes no están en quien hace el truco imposible, sino en la ilusión del corazón de quien le observa.