La vida sublime (Daniel V. Villamediana, 2010)

El Brau Blau era una película importante. No sólo era uno de los debuts más importantes de nuestro cine, no sólo una declaración de intenciones, ni un discurso marciano de un torero frente a la nada. Suponía la voluntad de filmar al artista frente al lienzo en blanco. Nadie más se ha atrevido a filmar algo así en nuestro presente.

Tras la segunda película de Daniel Villamediana, uno no puede evitar preguntarse qué hermana a ambas obras, películas trazadas con el mismo lápiz pero absolutamente diferentes.

En La vida sublime existe un palpitante deseo de reconstrucción frente a una ausencia inexplicable, la de un abuelo que nunca explicó su historia a su nieto, que ahora se encuentra solo frente a su misterio.

Pero también hay otra ausencia, que aparece cuando el protagonista conoce la existencia del maravilloso guión nunca rodado de Victor Erice para su segunda parte de El Sur, un largometraje que quizás no sea el abuelo, pero sí el padre de cierto cine contemplativo, de cierto cine de autor.

Hablar del cine de Daniel Villamediana es también hablar de su actor fetiche, Víctor Vázquez, de abrumadora presencia y co-autor del guión de la película.  Si en el Brau Blau encarnaba al torero que luchaba frente a sus propios miedos, aquí interpreta al joven que marcha al sur para tratar de desvelar todos los misterios que ha despertado dentro de sí las ausencias que le atormentan.

Ante las localizaciones en las que Erice planeaba filmar la segunda parte de El Sur, surge la imposibilidad de encontrar la película soñada, y es entonces cuando ocurre el milagro, que no es otro que la transformación en un precioso documental sobre Andalucía y su evolución histórica.

De repente, a través de los diálogos de los protagonistas frente al Guadalquivir, nace un documental que evoca la desaparición del imperio español, absorbido por la nostalgia, inmerso en una locura teñida de romanticismo.

Al mismo tiempo, evocar la figura del abuelo ausente a través de sus entrañables hazañas en tiempos de guerra dispara una nueva certeza: la imposibilidad de desvelar su propio misterio. Nadar en el muelle, ser testigo de las mismas cosas o comer en los mismos lugares que él no conseguirá evocar su figura, porque su figura sigue viva.

Como dice uno de los personajes al comienzo, “pasado y presente son la misma cosa”, por lo que abuelo y nieto son también un sendero continuo de descubrimiento. Una vida que sigue siendo la misma, que se traspasa, que sigue y que no se detiene. La vida sublime.

Y finalmente, al aparecer ese documental de la nada ocurre algo que por fin hermana a las dos películas de su autor. Si en La vida sublime la más absoluta ficción es capaz de contener en su interior un precioso documental, el Brau Blau conseguía hablar del proceso creativo y su vínculo vital como motivo de la obra y no como trabajo previo.

Es decir, un director que busca el renacimiento de lo esencial, con el toreo como metáfora de enfrentarse a la vida. Dos obras capaces de revitalizar el poder de la ficción para contar las verdades más conmovedoras del mundo. Y eso sí es algo sublime.