El cine que no sabía hablar de su tiempo

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Lo anunciaban películas recientes del panorama internacional. Filmes como El gran hotel Budapest (Wes Anderson, 2014), Ida (Pawel Pawlikowski, 2013) o Post Tenebras Lux (Carlos Reygadas, 2012) habían vuelto a un formato de imagen cuadrada en plena era de imágenes 4K, de pantallas IMAX o de formatos Full HD. No sería sensato, en los casos mencionados, negar las necesidades narrativas que desembocaron en la elección de un formato considerado extinto, pero se trata de un detalle sobre el que conviene detenerse más a fondo.

Para ello es necesario empezar por la cotidianidad, sobre la que se sientan las bases de un cierto lenguaje o, si se quiere, de una cierta lógica de las imágenes. Y en esa realidad de lo cotidiano se ha venido dando una ironía indiscutible, propiciada por la tiranía del mundo digital: las cámaras digitales cuentan con una resolución cada vez mayor mientras que el trabajo de edición se esfuerza por aplicar sobre esa imagen un retroceso tecnológico, o un falso desgaste propiciado por un tiempo inexistente. Es decir, utilizar la nueva tecnología para simular la textura y los resultados de la antigua, huyendo del hiperrealismo que provocan los instrumentos de nuestra época y tratando de volver al mundo difuso e imperfecto de veinte años atrás, allí donde  aún quedaban resquicios de un cierto idealismo.

Basta comprobar esa dinámica echando el ojo a la red social Instagram, o descubriendo en otra red social, Vine, cómo el hecho de contar con una cámara de vídeo acoplada al móvil y con la que poder hacer cine en cualquier momento del día ha desembocado en el regreso de los trucos que ya usaba Georges Méliès hace más de cien años, el truco primigenio de hacer aparecer y desaparecer las cosas y que él denominó como parada por sustitución. Cuando todo es posible, el más simple de los trucos ilusorios ha vuelto a nacer, y la inclusión de efectos de postproducción, potenciando su credibilidad, no lo convierte en un recurso nuevo. Esto no sólo pone de manifiesto que había un Méliès en el interior de cada uno de nosotros, ni tampoco la vigencia del cineasta un siglo más tarde, sino que también revela la incapacidad del usuario medio para relacionarse con las herramientas que realmente posee. ¿Qué habría hecho Georges Méliès con un teléfono móvil en su poder para filmar? ¿Qué se hace hoy con él?

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Puede que esa incapacidad para relacionarse con las herramientas del presente haya desembocado también en una dificultad con la que enfrentarse al propio mundo: si uno no sabe medirse frente a las herramientas de su tiempo, ¿cómo plantear la idea, siquiera, de una representación de éste que no vaya más allá de observar el nuevo objeto tecnológico con admiración y extrañeza? Basta con atender a cualquier escena en la que se utilicen conversaciones de mensajería a través de un móvil o de las videoconferencias a través del ordenador: se pone tanto énfasis en la conversación como en observar al propio objeto. En otras palabras, se ha perdido un cierto poder comunicativo al existir una barrera entre el sujeto que filma y las particularidades del objeto filmado. ¿No sería de lo más discutible filmar una conversación telefónica poniendo el foco en un primer plano del teléfono durante toda la charla? ¿Por qué, entonces, debemos aceptar como legítimo un plano fijo a un móvil en el que se intercambian mensajes de texto? La tecnología ha terminado por ganarle la partida, en muchas ocasiones, al propio relato.

No se trata de un caso aislado: parece difícil imaginar, a día de hoy, una película en la que un intercambio de mensajes a través del móvil pueda integrarse del todo en el relato. En ocasiones el texto del mensaje aparece incluso sobreimpresionado en el plano, condicionando la puesta en escena de la película. Lo contaba Jaime Rosales en Hermosa Juventud (2014): el pasado sólo puede contarse a través de la pantalla del móvil y de las fotos que se almacenan allí. Se trata de una decisión que parte del deseo de integrar la herramienta, pero que consigue lo contrario, en tanto que la alternativa es detener directamente la puesta en escena a través de un paréntesis/inserto de la pantalla del móvil con la que poder transmitir los mensajes al espectador. Lo que se termina consiguiendo es un discurso que no puede evitar transmitir cierta fascinación por el objeto, un cierto distanciamiento con respecto a la historia. No sólo se filma un texto: se está filmando al teléfono, convirtiéndolo de algún modo en protagonista, del mismo modo que filmar de frente una conversación de Skype termina por filmar al propio programa informático, no sólo la charla en sí. Ocurría en Todos tus secretos (Manuel Bartual, 2014), donde la única pantalla posible hoy es la que se encuentra al otro lado de un ordenador. Tiene que llegar una película de corte convencional como Sobran las palabras (Nicole Holofcener, 2013), por poner otro ejemplo cercano, para que en una videoconferencia las pantallas desaparezcan del plano y la videoconferencia se convierta en una sucesión de primeros planos frontales entre los dos personajes protagonistas.

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¿Filmar el dispositivo tecnológico es necesario en el discurso de la película, o se trata de una barrera que el filme encuentra incapaz de sortear? Definitivamente, se ha vuelto difícil no encontrar un discurso en el que el cineasta no reaccione ante su época con una cierta extrañeza, como si no pudiera construir ante él nada más allá de la propia escenificación de un estado de desconcierto. Incapaces de instalar las nuevas tecnologías en el discurso de lo cotidiano, el cine ha terminado por acercarse a ellas con la misma épica, extraña y ausente, con la que se filmaba a los aparatos de morse durante el conflicto bélico de turno: un aparato ajeno, extraño, capaz de un milagroso acto de comunicación donde lo importante no es representar la llegada del mensaje, sino filmar al objeto que realiza el prodigio. Quizás haya llegado, sin darnos cuenta, ese momento en el que parece más importante filmar a máquinas que a personas.  

Porque parece innegable que, a partir de esos pequeños pero grandes detalles, el cineasta no puede, o no sabe aún, enfrentarse al siglo XXI y a todas las transformaciones que han tenido lugar en el seno mismo de lo cotidiano, y que la vuelta atrás, al lugar confortable y seguro, es tan propia de los usuarios de a pie en las redes sociales como de los narradores de historias en el propio cine. Una situación que parece extenderse a la relación con el propio espacio y donde la cuestión de la puesta en escena ya puede quedar totalmente comprometida. ¿Cómo reacciona un director cuando debe rodar en el interior de una casa de diseño? El cine no ha dejado de poner el énfasis en el propio espacio cuando la extrañeza de un lugar de corte futurista era tan importante como los hechos que ocurrían en él. ¿Pero qué ocurre ahora, cuando el lugar de diseño imposible es el hogar, común y corriente, de los personajes protagonistas? Lo pudimos contemplar recientemente en Pensé que iba a haber fiesta (Victoria Galardi, 2013), una estupenda película que no dejaba de toparse con numerosos y sugerentes problemas de puesta en escena en el interior de la casa donde se refugiaba Elena Anaya durante el relato. De repente parecía, seguramente sin pretenderlo, un discurso propio de Antonioni en torno a la hostilidad del paisaje urbano, como si fuese imposible construir un discurso contemporáneo en el interior de un edificio contemporáneo. ¿Ha perdido el cineasta, entonces, la capacidad de relacionarse definitivamente con su entorno? Aquel discurso de Antonioni pareciera estar ahora más vivo que nunca.

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Lo mismo ocurre con la presencia de la música en el cine de la última década. Habría que separar al grupo de la ampulosa música sinfónica del que ha decidido no incluir una sola nota musical a su banda sonora. Mientras en el terreno cotidiano nos hemos acostumbrado a que cualquier programa de televisión suene a golpe de Hans Zimmer, de John Debney o de Danny Elfman, la propuesta cinematográfica se ha vuelto extremadamente escéptica al respecto. Si en lo cotidiano se ha terminado por imponer la fanfarria clásica de Hollywood como recurso estándar, el cine contemporáneo parece decidido a alejarse de esos procedimientos, incluso cuando el propio relato demande el elemento sonoro, casi como una declaración de rebeldía disfrazada de cuestión de estilo. El ejercicio de despojarse del todo de un elemento narrativo como la música ha dejado de ser una decisión arriesgada e impopular para identificarse con un inequívoco cine de la madurez, con la corriente del pensamiento adulto alejada de los ruidos del blockbuster americano. Los resultados son muy discutibles: ni toda música es perjudicial, ni todo cineasta conoce realmente las propiedades potenciales de la música en su película. En la mayoría de los casos, la ausencia de una banda sonora habla más de la incapacidad del realizador para enfrentarse a ese elemento, también protagonista de su cine, que de los peligros de la música como conductora de emociones. ¿No sería capaz la música de dejar de imponer aquello que el espectador debe sentir o pensar si el cineasta supiera utilizarla realmente?

Se trata de síntomas que vienen a hablar, en suma, del mismo problema presentado bajo diferentes rostros. Una imagen con la que resumirlos, un momento del cine contemporáneo que quizás hable de todo esto con más fuerza que ningún otro, sea esa pantalla en negro con la que Her (Spike Jonze, 2013) decide enfrentarse a una de sus secuencias más comprometidas, en la que el protagonista intenta mantener una relación íntima con un programa informático. ¿Era realmente la opción más eficaz, o en el fondo Her está hablando de un problema de representación que afecta a la puesta en escena del hombre contemporáneo? ¿Sabemos representarnos aún a nosotros mismos a través del cine? ¿Sabemos representar el siglo en el que vivimos, con todas sus contradictorias transformaciones, o sólo hemos empezado a representar nuestro desconcierto ante él? Cuestiones en las que seguir pensando. 

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