Eclipse (David Slade, 2010)

Cada entrega de la saga Crepúsculo ha tenido un director distinto.

Este hecho evidente de la identidad inconexa entre los diferentes filmes ha desembocado en que cada película tenga poco que ver con la anterior salvo, por supuesto, en su elenco actoral, cuya capacidad actoral no es puesta nunca en entredicho frente a un impacto mediático que ha convertido al grupo, incluyendo a quienes gozan de una sola escena,  en los verdaderos impulsores del proyecto.

Dicho esto, los aficionados a las novelas de Stephenie Meyer encuentran siempre el aliciente de ver en la pantalla la representación de lo imaginado en su lectura, pero qué pueden esperar el resto de los espectadores más allá de un entretenimiento a medias?

Eclipse trata, más que nunca, de un amor adolescente. La presentación es sin duda mejor que las torpes y accidentadas que acontecían en su antecesora. Se palpa en los diálogos, en las acciones de los personajes, en las escenas que fuerzan el encuentro entre el triángulo amoroso e incluso en la atmósfera que ya no evita disimular con elegancia sus defectos, como ocurriera en Luna Nueva.

Tienen cabida, además, dos poderosos discursos, de la mano de los personajes de Jessica e Isabella, acerca de la importancia de equivocarse en la época de juventud y sobre el sentirse diferente, de peligrosas consecuencias y de ligeros razonamientos en los que se percibe la doble cara de unas palabras vacías.

La mano indeleble de David Slade, director que asombrara en el Sitges de hace unos años con su Hard Candy, contratado quizás por su talento para desenvolverse en entornos donde la tensión y el misterio son constantes, es incapaz aquí de combinar los dos mundos que propone la película: una trama de acción pura alrededor de una historia de amor que trata de contentar a todos en un falso equilibrio que se desmonta pronto.

Al éxito de la anterior entrega y a la perfección estética de ésta ha contribuido especialmente Javier Aguirresarobe, cuya labor de fotografía es aún más espléndida si cabe. El operador español vuelca su creatividad, reconocida ya mundialmente, en tapar las lagunas de una puesta en escena sin sentido y en convertir cada imagen, cada escena, cada escenario, en un acontecimiento impactante.

Las imágenes de Eclipse son, en definitiva, a cual más soberbia, en un prodigio de iluminación y de arte cromático. Lo difícil es encontrar en su puesta en escena un total desaprovechamiento de ese bendito recurso, y descubrir con decepción cómo los actores recitan un pobre guión, en un concurso de estatismo que nunca se rompe. Los diálogos, además no siempre afortunados, convierten a la película en cabezas parlantes.

La música de Howard Shore, el celebrado y sobrevalorado compositor de la trilogía del anillo, es también la tercera que aparece en la saga. Puede hablarse también de falta de identidad en el plano sonoro, que abusa de la música comercial con desdén y en los momentos más inoportunos.

Es en esta historia donde más puede hallarse la intención metafórica de subrayar el conflicto entre los nativos de las colonias americanas, representados en los hombres lobo, frente a los que la novela llama ‘los fríos’, los vampiros.

Esa lectura, que podría resultar interesante, queda ahogada bajo una endeble superficie que subraya constantemente un triángulo amoroso empeñado en marear la perdiz. En ella no ocurre nada que no aventurase ya el capítulo anterior.

Quedan muchas preguntas sin respuesta en el argumento al terminar una cinta de enorme duración y con evidentes problemas para condensar todos los acontecimientos del libro en un argumento cinematográfico, pero ninguna de esas dudas inquieta más que el porqué de que Taylor Lautner aparezca constantemente con el torso desnudo.

Sin embargo, la pregunta que deberían hacerse Catherine Hardwicke, Chris Weitz, David Slade y el futuro director de la cuarta parte, el en otro tiempo prometedor Bill Condon, es sobre a quién va dirigida la película, y por qué les niegan a su público un solo atisbo de inteligencia.