Déjame entrar [Let the Right one in] (Thomas Alfredson, 2008)

LetRight

Atípica y hermosa película con los vampiros como referente principal, que se desmarca muy pronto de los referentes de su género y se asegura el valor y el derecho de ser una película única, que trata su temática bajo una manera muy peculiar.

Resulta estimulante sentir el filme como una de las muestras inteligentes de cine comercial y accesible que no sólo respeta la inteligencia del espectador, sino también le alienta a imbuirse en su mundo sin endebles concesiones narrativas.

Curiosa película, donde la personalidad y la identidad vienen dadas de la mano de una estética recubierta de una nieve gélida, de una puesta en escena fría y distante, de una construcción de situaciones y sensaciones muy concretas que se van gestando con distancia y prudencia, que pretenden resultar profundas, conmovedoras, y también tiernas, pues sus protagonistas son niños y sus acciones tienen mucho de iniciáticas, de descubrimiento personal conforme toman decisiones, y entrañables en la medida que remiten a momentos de nuestra adolescencia vistos a través del prisma de una joven vampiro.

Espectacular fotografía, espectaculares claroscuros, espectacular trabajo de iluminación que obtiene su recompensa en ser el verdadero adalid con el que la cinta encuentra su única seña de identidad. Una fotografía llena de sentido, apoyada por una fantástica puesta en escena que apuesta por las sutilezas, por lo que no es muestra, por lo que permanece meramente insinuado.

La pena de una película con tanta frescura, con las cosas tan claras, es que intenta adoptar en cada momento la manera narrativa adecuada para relatar cada secuencia lo más acertadamente posible, que en ese proceso convierte su discurrir en un vaivén estético y narrativo y pierde por el camino toda su identidad.

La visión modernista con que todo está encuadrado, rodado y fotografiado queda constreñida por una estética retro, en esa sorprendente decisión de ambientar toda la acción a finales de los años setenta.

El tempo narrativo está supeditado a los momentos de acción del personaje principal, tanto que, en una película llena de silencios y de planos estáticos, la acción contrasta de manera chirriante en esos momentos aislados en los que aparece.

Incluso el aspecto visual está supeditado a los “momentos vampíricos”. En esas secuencias, el buen gusto y la finura que rodean los planos del filme desaparece y todo se tiñe del gore más puro. Incluso ahí el contraste resulta tan desconcertante como inadecuado.

Hasta la manera de perfilar los personajes está descompensada. Apenas nos ofrecen información de ninguno de ellos, pero luego hay secuencias en las que se empuja al espectador a que se identifiquen con ellos. Ambos se convierten así en puras metáforas de un amor imposible que dispara las lecturas del relato y que le dota de todo su valor como película.

Los efectos especiales brotan con la misma convulsión que los momentos de terror. Su aparición resulta sorprendente, pero también de dudosa efectividad en un filme que, por lo demás, ahonda en la incursión de lo que no se cuenta, lo que permanece fuera de campo, como principal motor de su inconmensurable encanto.

La perfección en los encuadres, el gusto perfecto y absolutamente original de su manera de rodar en muchos momentos, contrasta finalmente con la de otros totalmente banales y carentes de esa finura que puede paladearse en las mejores escenas de la película.

La película se funde finalmente en esa descompensación, disfrutándose sólo por momentos, cuando su ritmo no se apaga del todo, y abandonada definitivamente a los ojos enormes y redondos de una niña que es más consciente de su condición de lo que todos quisiéramos.

* Si confrontamos la película con el último filme del género que ha pasado por nuestras carteleras (‘Crepúsculo’), la comparación resulta obligada, y la goleada es inmensa. Mientras su competidora no se avergüenza nunca de su ausencia total de inteligencia, romance manido y nulo interés cinematográfico, ‘Déjame entrar’ lucha en cada plano por convertirse en lo que consigue ser desde el primer fotograma: una película única, absolutamente plena de virtudes.