Se acostumbró el cine a una cierta manera de hacer las cosas y de entenderlas, y algunos hicieron creer al resto que aquella era la única forma posible de arte. Esa filosofía desembocó en la imposición de una falsa simplicidad, de narraciones esquemáticas y de desarrollos conclusivos que estuviesen regidos siempre por una sola lectura, condenando el poder reflexivo de las imágenes como si se tratase de un elemento negativo que había que disipar.
De vez en cuando ocurre un pequeño milagro, de esos que logran colarse entre las rendijas de lo preestablecido. Durante ese proceso, que convirtió cada película en un negocio y el valor de cada obra según su utilidad como entretenimiento, nos centramos en otorgarle valor a aquellas películas de argumento sublime, que cumplían con los cánones de la producción estándar hasta alcanzar la excelencia, y olvidamos que otro gran valor del cine puede ser el triunfo de lograr filmar un estado de ánimo.
Lucía viaja con su hermano y sus padres hacia el norte de Chile. La road movie hace su aparición desde el primer plano, pero sólo como punto de partida, como premisa. El punto de vista siempre es el suyo, construido a partir de una planificación sugerente que hace pensar en las cualidades narrativas de su autora. Sus padres quedan casi desterrados del relato tanto como los pliegues de la narrativa convencional. No resulta difícil percibir la tensión entre la pareja de adultos a partir de los diálogos que la niña capta y de los que entiende sólo la mitad. El viaje comienza a tomar un tono muy concreto. El de los momentos finales de una familia cuyo equilibrio está a punto de llegar a su fin.
La película se transforma, desde su inicio, en la declaración sincera de un punto de vista. El de la niña, que siente el estremecimiento de la orfandad aún sin entender del todo. Los paisajes desiertos se vuelven entonces el símbolo del alma, y los silencios se han convertido en la mayor de las protestas ante la dificultad de percibir lo que realmente está ocurriendo. Lucía lucha por aferrarse a un mundo adulto que aún le niega su entrada, mientras la figura de su hermano menor le recuerda el papel que ambos juegan en esta historia. Juegan, nunca mejor dicho. Pero la niña mira de rojo a sus padres mientras acontece la travesía del viaje crepuscular. Ojos solitarios para una mirada desolada.
Dominga Sotomayor, que debuta en el largometraje con esta delicada, íntima, personalísima película, también juega mientras observa a sus personajes. A veces juega a disfrazar su historia de película costumbrista, rodeando a la familia de situaciones cotidianas, pero en cuanto encuentra un punto de fuga aprovecha para despojarse de todo lo accesorio, de toda nimiedad. Juega a disfrazar su relato como película autobiográfica, cuando la cámara toma el papel de los ojos de Lucía. Entonces recuerda cómo le fascinaba mirar la sombra de su vehículo mientras ésta atravesaba los arbustos del paisaje, o cómo apenas podía leer los labios de aquellas conversaciones adultas que tanto llamaban su atención. Pero apenas representa ese recuerdo, la película vuelve su mirada de nuevo hacia los espacios vacíos, que no son otra cosa que el hueco que queda en el corazón de la niña frente a una certeza que no se atreve a poner en palabras.
Que la película llegue hacia los terrenos de la abstracción no es una sorpresa, sino más bien la conclusión lógica de un planteamiento tan valiente como consciente de su partida hacia un punto de no retorno. Ver De jueves a domingo no es una experiencia sencilla. Sus escenas se dilatan, el tiempo se detiene, el paisaje parece no tener fin, su narración no ofrece concesiones, lo cotidiano se mezcla con la sensación del recuerdo, el recuerdo con lo poético, y la poesía con el silencio. No es una historia de ternuras, aunque la dulzura de Santi Ahumada, la Lucía de este cuento, ayude a pensar en ello al observarla en más de un primer plano.
Se trata de una película que, en medio de ese discurrir, en medio de la nada argumental, en el simple retrato de un viaje de familia, logra captar un vacío, una mirada imperceptible, una sensación que transita en el fondo del alma, allá donde la única opción posible de representar lo sentido es a través de la imagen. Y es en ese mismo lugar donde su directora ahonda, se introduce con valentía hasta los confines de ese silencio, cámara en mano. Una vez más, el cine se convierte en el instrumento con el que narrar aquello que resulta imposible de explicar. Una ópera prima que ofrece al cine la posibilidad de germinar de nuevo, la oportunidad de renacer y recordarnos que él será siempre capaz de llegar, incansablemente, allá donde no llegan las palabras.