Criadas y señoras (Tate Taylor, 2011)

Desde que comenzara el siglo XXI hasta la llegada de Criadas y señoras, las adaptaciones literarias que ha dado el cine han sido el síntoma del oportunismo comercial y de la conveniencia en torno a la gran industria. Ese rentable modelo de producción ha generado, por norma, cantidades ingentes de películas basadas en novelas de éxito con nulo interés cinematográfico.

En una época en la que lo artístico y lo mediocre parecen convivir tan cerca que resulta incluso difícil distinguirlos, lo que ha hecho Tate Taylor con el material de la novela The Help es importante porque viene a reclamar algo que, en el fondo, debería estar presente en toda adaptación, y no es otra cosa que la misma idea de partida. Criadas y señoras entiende la historia que se narra en la novela y trata de contarla a través de otro medio, el mundo de las imágenes, de los actores y de los sonidos.

Adaptar anula ya la posibilidad de la creación misma, y lo que propone la película es una subjetividad comunicante en la que lo importante sea el mensaje de la novela y no la filmación de un croquis literario capaz de asesinar toda puesta en escena concebible. Ese es el éxito de Taylor, pero no es el único. Criadas y señoras es también importante en tanto que restaura el viejo deseo de la industria en el que el cine clásico pueda seguir viviendo y relatando historias aún hoy, en un presente de un mundo audiovisual que sufre mutaciones diariamente.  

La película es un afectuoso relato en torno a las mujeres negras al servicio de las familias blancas en el Sur de la Norteamérica de los años sesenta. A través de una de las hijas de esas familias, se pone en marcha la escritura de un libro que va a servir a las criadas como catarsis para liberar el dolor de toda la discriminación racial que han sufrido a lo largo del tiempo. Ese dolor se intensifica cuando el filme muestra, en silencio y desprovisto de falsas dramaturgias, el hecho de que son las criadas quienes crían a las niñas, y no sus propias madres. Otro éxito de la cinta. El llanto de sus personajes y la tristeza de sus historias provienen de aquello que está ocurriendo, y no de tramposas estrategias para conmover gratuitamente al espectador.

No conviene llevarse a engaño por las nobles virtudes de la cinta. Se trata, ni más ni menos, que de una película concebida bajo las fórmulas habituales de lo comercial. Su desarrollo es tradicional, conservador y nada arriesgado, y su búsqueda de una irritante corrección que logre conectar con todos los públicos ahoga los momentos más brillantes de la función y los condena a mantener siempre un tono contenido, demasiado comedido, propio de una dirección que teme que el proyecto se le vaya de las manos. Tate Taylor se convierte así en director de orquesta preocupado únicamente en que los instrumentos suenen y expongan la sinfonía sin errores aparentes, aunque salvar la partitura de esa manera implique perderse toda la riqueza que subyazca en esas notas.

En otras palabras, la película parece más pendiente de evitar que nada se desmorone que al hecho de elevar lo que cuenta a una categoría superior, como si las manos que lo dirigieran no fuesen capaces de sostener todo el edificio, y de ahí viene la contención estética y la falta de riesgo en una puesta en escena clamorosamente estática. Dista poco de ser un telefilme bien disfrazado. En lo que sí destaca la película y se aleja de esa condición es en un guión bien formulado, una función en la que se ha planificado con mimo cada necesario estadio de una película de corte popular. Y destaca también un Taylor que sabe obtener unas lujosas interpretaciones de un elenco estelar, para los que prepara un momento de lucimiento individual de forma episódica.

Y aquí es donde, quizás, subyazca la mayor de las contrariedades del filme. El tema está muy bien expuesto, las interpretaciones son excelentes, y sin embargo no se trata de una gran película. La cámara aquí parece un testigo, no un narrador. Ninguna de sus imágenes tiene alma propia. La cinta funciona como escenario para disfrutar de unos personajes y unas actuaciones corales concretas, pero Taylor parece convencido de que sus personajes son más importantes que su historia. Criadas y señoras es una entrañable colección de secuencias y exhibiciones interpretativas varias, pero al servicio del puro lucimiento, no al servicio de la propia película. Su unidad y su coherencia narrativas terminan son en realidad muy débiles, y su duración del todo insostenible.

Como película de fórmula es enteramente disfrutable. Excelentes interpretaciones en un reparto lleno de jóvenes promesas, magnífica fotografía, delicioso vestuario y una rescatable banda sonora de Thomas Newman en quien resulta cada vez más difícil encontrar una partitura que se acerque al sabor de sus grandes obras. La emoción del relato es pura, sincera, y el mayor tesoro de la cinta. La sinceridad de lo narrado logra traspasar las fronteras de una realización mediocre para alzarse con el triunfo.

El espíritu de la historia es tan poderoso que transpira incluso a través de la torpeza en la planificación y del desmedido temor al riesgo del que hacen gala sus dos horas y veinte minutos. Tate Taylor encuentra una joya escarbando la superficie de una novela llena de tópicos, y evidencia su incapacidad para extraerla por completo. El cine se filtra por los poros de una película llena de virtudes escondidas, como la voz dormida en el silencio de las criadas, que despierta con el testimonio de un libro inofensivo. Es entonces cuando encuentra, en el hecho de poder existir, el mayor de sus milagros.