Caníbal (Manuel Martín Cuenca, 2013)

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El camino trazado por Manuel Martín Cuenca a partir de su filmografía dibuja un sendero apasionante. Con el amor siempre como elemento central, y con la soledad del hombre moderno como sujeto protagonista de todas sus historias, el autor ha realizado un ejercicio de depuración de los elementos que conforman su cine hasta encontrar su verdadero lenguaje. Necesidades expresivas que aún continúan esculpiéndose.

En el fondo, este Carlos no está lejos del Pablo de La flaqueza del bolchevique (2003) ni del protagonista de La mitad de Óscar (2010), en tanto que son seres solitarios que encuentran en el amor la respuesta a su indefensión ante el mundo. Pero la secuencia inicial presenta ya a Carlos como alguien diferente. Un hombre que se alimenta de carne humana. Traduce la pulsión humana del deseo en un literal impulso de comer a la mujer que anhela. Quizás Martín Cuenca haya encontrado, en esta salvaje metáfora, el conducto más inspirador con el que proponer la que ha sido su puesta en escena más sólida hasta el momento.    

Sólida, porque los encuadres aquí hablan de la prisión interior que vive el protagonista y su fotografía, más que nunca, escenifica la presencia de las luces y sombras como sobrecogedor elemento narrativo. Durante el día, Carlos es una persona ejemplar. El mejor sastre de Granada. Sólo la irrupción de Nina tambalea ese insano equilibrio. Nina busca a su hermana desaparecida. Carlos la conocía y el parecido entre ambas es tan evidente que desconcierta al hombre y abre una inquietante puerta en el relato. ¿Fue la hermana una víctima más del caníbal? No lo sabemos, porque Martín Cuenca es un maestro en el uso de las elipsis, convertidas ya en epicentro de todo su cine.

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Y no utiliza ese recurso como manera de acentuar posibles giros de guión o buscar sorpresas posteriores propias del cine mediocre, sino como sugerente decisión que propicia aquellos huecos en los que tal vez podría esconderse otra película. En Caníbal es tan importante lo que se cuenta como lo que permanece oculto. Incluso cuando la película no escamotea partes del relato y lo plasma en la pantalla, la imponente, magnética presencia de Antonio de la Torre vuelve a teñir de misterio el plano. Son sus ojos y ningún otro gesto, en un portentoso ejercicio de contención interpretativa, los que ayudan a atisbar ciertos pensamientos de una mente compleja, aquella que consigue empujar a la complicidad en más de una ocasión.

Pero Carlos es un asesino y, en el cine de Martín Cuenca, la muerte es un camino de no retorno. La belleza termina por conmoverle, por agitar su pequeño universo, pero ya es demasiado tarde. No ha sabido qué hacer ante esa belleza y el regalo que ha recibido se destruye ante sus ojos. Es el mismo tema que ya vertebraba La flaqueza del bolchevique y que aquí emerge bajo nuevas e inquietantes formas. La mujer aparece como inesperado regalo divino, pero el sufrimiento del hombre le aleja del ideal y le obliga a un errar permanente. Por eso Carlos se pierde en las montañas nevadas, por eso Óscar transitaba una playa desierta y Pablo recorría la ciudad mientras ésta dormía. Han sido diferentes lienzos en los que reflejar una misma verdad, un mismo mensaje, y lo siguen siendo. Su plano final bien podría resumir su filmografía completa. La mirada de Manuel Martín Cuenca es aquí más poderosa que nunca, pero en el fondo continúa filmando la misma película. 

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