He aquí la intensidad del vacío. He aquí cómo tratar un sinfín de temas profundos, que en el fondo no cuentan nada, a través de unas dos horas y media fugaces, imperceptibles.
Si sus primeros tres filmes, con Guillermo Arriaga como guionista, le habían dado la oportunidad de mostrar su portentosa habilidad narrativa a través de los temas que más le interesan, Iñárritu firma aquí también la historia, mostrando de nuevo su absoluto control de todos los elementos que intervienen en el film, con todo su dramatismo y su potencia e intensidad habituales, pero mediante una historia discutible.
Rodada en esa Barcelona pobre que siempre esconden las postales turísticas, centrada en la culpabilidad, y en la figura paterna como eje central del relato, la película se construye en torno a un Javier Bardem prodigioso que compone el retrato de un santo, un mártir que cuenta además con la gracia de unos poderes sobrenaturales, en un film diseñado para generar una escala de dramatismo imparable, casi hasta el límite de lo soportable.
Discutible porque no utiliza el dolor como desencadenante de una historia, sino como elemento de exhibición para potenciar su dramatismo gratuitamente. Si en 21 gramos un transplante de corazón servía para unir a tres personas sin relación, aquí las enfermedades devastadoras y las injusticias aterradoras sirven únicamente para que el espectador mantenga los ojos abiertos.
La película, finalmente, nunca conseguirá noquear por su emoción, ni por sus medidas dosis de sensibilidad. Si lo hace es simplemente por su excesiva dureza, porque toda ella no puede más que verse con el corazón en un puño, ante la crudeza (y el realismo) de lo mostrado.
¿Puede haber más intensidad en un relato? Sin duda es muy difícil igualar la exhibición de genio del que su director hace gala, tanto como de su ególatra figura, pero uno no deja de preguntarse si realmente eran necesarios tantos excesos, como la composición de un personaje como Marambra, la esposa del personaje protagonista, que no podría acumular más rasgos negativos para convertir la vida de los de su alrededor en un infierno.
Puede hablarse de excesos argumentales tanto como de un derroche de talento visual. La fotografía de Rodrigo Prieto, plena de ingenio, de rabioso colorido y de ingobernable planificación, sigue siendo una de las más imaginativas y en forma del cine de hoy y es también gracias a ese concepto de lo visual que la película se sostiene a lo largo de su generoso metraje.
La interpretación de Bardem es de esas que quitan el aliento. Uno de esos trabajos donde de repente la película ya no importa, sino admirar la próxima reacción del actor, su próximo gesto, cómo afrontará su siguiente línea de diálogo y si podrá superar su composición del plano anterior. Biutiful es una de esas películas, sostenidas en base a lo que Bardem es capaz no ya de transmitir, sino de derrochar.
Había muchas esperanzas en esta película. Era la promesa de ver cómo, tras una lucha feroz entre dos enormes egos, el cine de Iñárritu podía seguir sobreviviendo sin los textos de Arriaga. Y vaya si puede. Pero con Arriaga a un lado del río e Iñárritu al otro, el cine ha perdido a dos cineastas que ya nunca podrán igualar por separado a las tres obras maestras que construyeron juntos.