Poesía (Lee Chang-dong, 2010)

Quedan pocos cineastas como Lee Chang-dong, con una visión tan clara y lúcida de la vida. Su sencillez narrativa y la profundidad del discurso alcanzado abofetean al cine moderno, y se convierte, sin pretenderlo, en el enlace último entre lo clásico y lo contemporáneo.

Sin renunciar nunca a un preciosismo visual asombroso y cimentado aquí en el trabajo de Yoon Hee-Jeong, una de esas sublimes interpretaciones capaces de definir una carrera, Lee apostará siempre por el realismo, la crudeza y la desesperanza como las armas para contar relatos llenos de humanidad, en los que la esperanza brota de nuevo en los lugares más inesperados.

Los personajes de Poesía están enfermos: su protagonista empieza a manifestar las primeras señales de un Alzheimer que le impide hacer su vida diaria con plenitud, y el anciano al que cuida sufre una parálisis que no le permite valerse por sí mismo.

La enfermedad en Poesía, y en el cine del autor, no habla de personajes moribundos ni de seres condenados. Esa enfermedad está siempre en primer plano como parte de la fragilidad del ser humano, de la absoluta condena del espíritu de los vaivenes de un cuerpo castigado por el tiempo, pero capaz aún de cosas maravillosas.

La trama de la película gira en torno a pequeños elementos que se van expandiendo y complementándose entre sí: la vida personal de la anciana discurre mientras cuida de su nieto, alguien completamente perdido, que desencadenará los infortunios de toda la historia.

Y entre todo ese torrente imparable e imperceptible como es el propio fluir de la vida, unas clases de poesía que enseñan a ver lo bonito del mundo y a ser capaz de ponerlo en palabras.

¿Cómo escribir sobre lo bonito del mundo, cuando el propio mundo y todas sus criaturas se  derrumban? Eso debe preguntarse Mi-Ja mientras admira un simple árbol, un tronco inquebrantable imposible de derrumbar con malas noticias. El cine de Chang-dong enseña así a ver lo bonito del mundo, y a ser capaz de apreciarlo en las imágenes de la película.

No se trata de una elegía, a pesar del halo de tragedia que envuelve toda la historia. Es más un canto a la vida, maravillosamente rodado, sobre personas cotidianas, sobre nosotros mismos, en un mundo que no entendemos y en el que se nos hace tan difícil vivir cuando somos incapaces de reconocer su cara amable.

La mayor poesía posible es la valentía de contar una historia como ésta, y esa manera de contarla. En ese fluir constante de las imágenes, tal como la vida misma, su denso metraje se condensa, se hace pequeño y frágil, pero capaz de grandes cosas. Como la vida de Mi-Ja. Como nuestra vida.