“Por vez primera, la imagen de las cosas es también la de su duración”, decía André Bazin en torno a la objetividad fotográfica que comportaba el cine como lenguaje. También decía, con respecto al plano-secuencia, máxima expresión de la realidad impresa en el cine, “Ante un plano-secuencia, el espectador debe decidir dónde mirar”. ¿Qué habría dicho el teórico francés de haber visto Birdman, una película filmada en un solo plano-secuencia que es, en realidad, la concatenación de diferentes momentos en el tiempo fundidos en el montaje a modo de relato continuo? ¿Qué habría dicho de un director que, aunque rueda un complejo plano-secuencia, dirige no sólo la mirada del espectador, sino lo que éste debe pensar en todo momento?
Convendría dejar de pensar en si los recursos “funcionan” o no (un término que también sería discutible), y pensar en la implicación moral de incorporar un capricho estético a toda una decisión de puesta en escena, que no siempre es pertinente y que es capaz de condicionar todo lo que venga después: el gran angular permite avanzar por los pasillos creando una mayor sensación de amplitud, pero también radicaliza las formas, deforma los rostros y confiere a la película una apariencia intencionadamente alucinada. En otras palabras, hace visible y evidente aquello que no puede sugerir, lo coloca en primer plano para ofrecer como resultado una pintura grotesca, que quizá sirva como caricatura pero decididamente presenta problemas como relato universal sobre los fantasmas que puede generar el ego. Confundir la libertad creativa con el capricho autoral.
Si bien es difícil no hablar del trabajo de fotografía ideado por Emmanuel Lubezki desde otros parámetros que no sean los del absoluto asombro, contemplar hacia dónde pretende viajar el relato tras esa bella fachada puede invitar a la contrariedad. En el fondo Birdman no pone en escena un discurso más sofisticado que el que ya puso en su día Peter Bogdanovich en ¡Qué ruina de función! (1992), sólo que aquí parece haber un realizador dispuesto a que la forma se superponga al fondo para que, del mismo modo, la firma autoral se superponga al propio argumento.
Y tal es así que la impostura de la puesta en escena no termina en la elección del plano-secuencia como motor narrativo, sino que trasciende también a otros elementos igualmente importantes: para otorgar mayor credibilidad a la agonía del estreno de una función teatral, para sugerir un trasiego entre bambalinas que no es capaz de escenificar un esquemático vaivén de los actores dentro y fuera del plano, una banda sonora protagonizada por una solitaria batería inunda la película con su aparente estilo improvisatorio. Un disfraz, otro capricho estético. Pero a la hora de la verdad, cuando la película necesita remarcar el lirismo de aquello que está ocurriendo, Iñárritu renuncia a la música de Antonio Sánchez y coloca en su lugar compases aislados de Mahler o de Ravel, en una amalgama que no sólo puede resultar complaciente sino que pone además en duda la idoneidad del instrumento solista como narrador en el plano sonoro.
Con el ambicioso deseo de que el relato contenga un discurso complejo y completo, el autor del film ha añadido también breves referencias a la peligrosidad de las redes sociales como creadores de realidades paralelas, en las que la fama se mide a través de elementos que no tienen valor alguno en la realidad, o cómo el ejercicio de la crítica se ha cerrado sobre sí mismo y ya ni es comunicante para el público ni ayuda en modo alguno al propio artista. Pero la película no habla de ambos temas integrándolos en la fábula que propone, sino que los inserta a lo largo de la trama a modo de añadido, de accesorios que aparecen como parte de un discurso complaciente, que necesita de una fluidez en su narración y velocidad en sus diálogos para que detectar la manera trasnochada y simplista con la que se habla de las cosas se convierta en una tarea imposible.
El histrionismo de los actores – un elemento que el público suele aplaudir a la hora de la entrega de premios – ha quedado en consonancia con el resultado de la propuesta estética, que bascula entre la belleza de la iluminación ideada por el operador de cámara y la arrolladora personalidad del realizador, cree que su caos interno es indicio inequívoco de genio y también productor de significado. Lo cierto es que no estamos tan lejos de Biutiful (2009) como puede parecer: Iñárritu vuelve a echar mano de lo sobrenatural como forma de alcanzar una profundidad en sus personajes que no ha podido conseguir a través del background o de la propia trama en la que se ven envueltos. El personaje protagonista vuela sobre la ciudad como si hubiese quedado preso en una película de Fellini, mientras su hija mantiene un hermoso y fortuito encuentro con uno de los actores de la función en los exteriores del teatro. La cámara se acerca a ellos y los rostros vuelven a deformarse, el encanto del momento queda comprometido de nuevo por la puesta en escena. Se trata de una película en la que Alejandro González Iñárritu pretende imponer su fuerte personalidad artística sobre la obra, en lugar de hacer uso de sus virtudes para proponer un relato más hondo y menos complaciente. Pero no hay lugar para poner nada en duda: cuando la cámara vuelve a posarse sobre la señora encargada de la crítica de la obra teatral para verla marchar de la platea es para recordarnos que lo único que está dispuesto a admitir Birdman es el aplauso incontestable.