No es la primera vez que el cine intenta acercarse al universo de la música desde la mirada del genio cegador, de la magia, del espectáculo imposible de descifrar. Parece que sólo así la música pueda adquirir verdadero sentido cinematográfico, como si Danièle Huillet y Jean-Marie Straub nunca hubiesen filmado Crónica de Anna Magdalena Bach (1968). Sigue parieciendo imposible abrazar la música bajo otro tema que no sea el de la mística: la composición perfecta, la interpretación legendaria o la obsesión por el triunfo son los argumentos comunes. Especialmente este último, el de las obsesiones que genera el deseo de la ejecución musical impecable, el que ha permitido los últimos grandes relatos siempre guiados por la figura del mentor perfeccionista y destructivo, como ocurría con la figura paterna en Shine. El resplandor de un genio (Scott Hicks, 1996) aunque esa figura autoritaria, que se repite en Whiplash, tenga más que ver con la dureza de la disciplina militar encarnada en el sargento Foley (Oficial y caballero, de Taylor Hackford, 1982) o sobre todo y especialmente, el sargento Hartmann de La chaqueta metálica (Stanley Kubrick, 1987).
Whiplash penetra en el universo musical a través de un profesor cruel y salvajemente riguroso, dispuesto a alcanzar la perfección a costa de la salud mental de sus alumnos. De ese modo la película puede encontrar un pretexto narrativo al tiempo que desplegar un cierto amor por la música que no sólo deberá apreciarse desde su cuidado y alambicado apartado sonoro, sino también desde una puesta en escena que acusa especial devoción por los instrumentos y por las propiedades coreográficas del montaje. Pero no un montaje que se ajuste al compás de la música, sino uno que explote las cualidades del espectáculo y ponga en primer plano el enorme despliegue técnico del proyecto. La cámara cenital, el ralentí o el primer plano hacia los platillos se alejan del sentido discursivo para abrazar una estética más propia del videoclip. Un procedimiento espectacular pero también gratuito. De hecho hay una sola decisión estética que podría calificarse como audaz: aquella en la que la cámara sigue, nerviosa, las indicaciones del profesor y se gira vertiginosamente para encontrar la respuesta musical que ofrece el joven alumno, una y otra vez. En ese sentido es peligroso comprobar que Whiplash desea transmitirnos el amor hacia una vivencia profunda pero lo hace proponiendo una experiencia física, primitiva, visceral, puramente epidérmica.
Lo que queda en su camino es un profundo respeto hacia la experiencia musical, que puede encontrarse en la manera en que se abordan los ensayos de la banda de jazz. Las formas con las que se pone en escena la dificultad de alcanzar resultados precisos parece incontestable. No debería haberse citado, sin embargo, a Charlie Parker como ejemplo. Whiplash quiere hablar de un batería que quiere alcanzar la excelencia, pero pone en su camino obstáculos argumentales endebles, propios de la mediocridad de un telefilme al que la película no pertenece realmente: un previsible accidente de coche, un padre que acusa su profesión frustrada, o la lucha de egos entre los alumnos de la academia. Para mostrar la nobleza del deseo que persigue el joven batería, la película lo confronta a unas relaciones humanas con las que se siente totalmente ajeno: mediocres conversaciones en familia o una relación de pareja a la que el trabajo va ahogando con el tiempo. La manera en la que concluye esta relación afectiva, por cierto, es la gran pista que pone de relieve el pensamiento del realizador, Damien Chazelle.
De modo que tenemos un film que intenta construir todo un armazón argumental alrededor de un chico con aspiraciones de leyenda pero que funciona especialmente cuando todo queda en silencio, cuando no hay más que música e imágenes, música que invita a soñar con la perfección e imágenes que nos invitan a recordar, como humanos, nuestra limitada capacidad para alcanzar aquella perfección que está sonando. Whiplash nos empuja a participar de ese agotamiento, de esa tensión constante, de esa agonía, de la dureza con la que el profesor clava dolorosas punzadas a sus alumnos y también del dolor de entender desde dónde lo hace, de entender por qué lo hace. Como experiencia sensorial se diría una película intachable, una que invita a conmovernos ante cada pulsación, ante cada golpe de bombo, ante cada sonido de la caja. Nos invita a una empatía salvaje con el protagonista, a un odio profundo ante su profesor y a la piel erizada ante un montaje vertiginoso. La moraleja de no rendirse jamás termina confundiéndose con un discurso más peligroso, con Charlie Parker como inspirada excusa: la vida no importa, no importa cuánto amamos, importa lo que dejamos en ella.