Atómica (David Leitch, 2017)

Cuando una escena de Atómica transcurre en el interior de un cine que está proyectando Stalker (Andrei Tarkovsky, 1979) no parece que lo haga por establecer una analogía con aquella película, de la que tiene bastante poco en común, tampoco por el gesto de ver cómo una película soviética se proyectaba más allá de sus fronteras, y menos aún por el gozo de la recreación histórica en torno al cine que se veía en Alemania durante la Guerra Fría. No va a rescatarse una frase fascinante o una imagen significativa, sino que va a servir como telón de fondo para un combate entre siluetas en primer plano, verdadero motor de la película. Mirando el conjunto, parece más bien una operación de filiación por capricho: la cita a una película célebre puede hacer que Atómica también lo sea de inmediato.

Porque parece que el filme de David Leitch juegue a construirse de oídas, a tomar prestado de aquí y de allá sin la intención de encontrar una identidad propia por el camino, sino para que esos lugares comunes puedan avalarla como una más del género. De ese modo cada línea de diálogo puede sonar a algo conocido, cada giro de la trama puede sonar a cliché del cine de espionaje, los personajes tienen licencia para instalarse en el arquetipo y, en fin, hasta los movimientos de cámara parecen obedecer a un procedimiento de copia/pega que transforma algunas secuencias en un festival pirotécnico que tiene poco que ver con lo que se está narrando.

La piedra angular de este ejercicio impúdico de imitaciones tiene lugar en la escena cumbre de la película, en una intensa escena de acción a través de varios pisos de un edificio y con la ambiciosa intención de representarlo todo a partir de un solo plano. No es la opción más acertada, pero desde luego la más espectacular: la secuencia tendrá que simular, digitalmente, que todo ocurre en un único plano y que esta proeza técnica, vacía por completo de sentido, va a situar a la película en el olimpo de los planos para recordar. ¿Qué sentido tiene, en plena era digital, tratar de alcanzar la gloria por medio del plano-secuencia gratuito, cuando la dificultad de rodarlo ha perdido parte de su sentido? No hablamos ya de la impertinencia del plano en sí dentro de la película, sino de que el recurso ya no contará jamás con el mismo impacto de la era pre-digital.

Pero la gran falla de Atómica no es su tendencia hacia los planos grandilocuentes. En cierto sentido, el gran pecado de la película es la ausencia de humor, la falta de un cambio de carácter, de un respiro entre tanta solemnidad, entre tanto diálogo afectado. Si la comparación más cercana es la de John Wick (de quien Leitch era, además, co-director en la primera entrega) a esta le falta la desmesura de aquella. Queda lejos aquel grado de imposibilidad de las situaciones del filme protagonizado por Keanu Reeves, en las que quedaba patente que nadie se tomaba en serio lo que ocurría y situaba así la película en otro espectro. La búsqueda de realismo, de minimalismo y severidad de Atómica van a jugar continuamente en su contra. Por eso su gran defecto, por encima de todos los demás, es ver cómo se enfrenta al relato desde la inconsciencia.