Spider-Man: Homecoming (Jon Watts, 2017)

Marvel ha superado por fin lo que impedía alzar el vuelo a las primeras películas que nacían bajo el sello de la editorial: la necesidad de explicar el origen del superhéroe. El plan de Marvel Studios en el presente ha generado segundas y terceras partes de sagas que jamás soñaron con tener una continuidad a gran escala. Ahora el gran problema es otro: tratar de encajar cada nueva película en el universo que generan las otras a su alrededor, crear un nuevo filme que funcione por sí mismo y que a su vez haga sus labores como una pieza más del puzzle.

Esto obliga a que los primeros minutos de este nuevo Spiderman estén consagrados a situar la acción en el contexto de un tapiz mucho más amplio, incluso cuando eso no sea relevante para el relato en cuestión: hay un plan maestro del que hay que ir dejando el rastro, como si las estrategias de marketing se hubiesen instalado ya en el interior mismo del filme. El resultado es que, con o sin origen del héroe incluido, las películas continúan esclavas de una duración desmedida, en confrontación con su propio espíritu. ¿Cómo acercarse a este nuevo Spiderman de refrescantes planteamientos, de ágil desenfado, de velocidad imparable, si el filme sigue durando más de dos horas como si se tratase de un gran monumento?

Porque, salvo su duración, todo parece moverse deprisa, con una espontaneidad juvenil que le devuelve al superhéroe arácnido su verdadera cara. En ese sentido la película llega a donde las otras adaptaciones del nuevo milenio no llegaban: haciendo honor a su título, Spiderman:Homecoming supone un reencuentro con la esencia de un personaje de actitud eternamente adolescente, alguien que debe asumir que su condición le va a obligar a renunciar a esa adolescencia: la primera fiesta fuera de casa frustrada por la amenaza de un fuego en la lejanía, un viaje con el instituto frustrado por un accidente de ascensor o el baile de fin de curso que se desvanece ante la posibilidad de enfrentarse a un enemigo mortal. Un adolescente que descubre que sus capacidades van a obligarle a hacerse mayor más pronto de lo que quisiera.

Para avanzar en la trama, Homecoming cuenta con un arma con la que sus predecesoras tampoco contaban: el Deus Ex Machina de Tony Stark y su imperio multimillonario de artilugios tecnológicos que pueden sortear cualquier escollo de guión. La capacidad omnipresente de Stark tanto por su fortuna como por sus intervenciones como Iron Man sirven a la historia como el cemento de las junturas, la justificación que permite cohesionar cada nueva idea con la anterior o rescatar elementos del cómic que de otra manera sería muy laborioso introducir. Marvel Studios cuenta con este parche perfecto que obedece a las necesidades de congruencia argumental de un universo que comienza a plantear dificultades en ese tipo de correspondencias. La libertad de ese recurso ayuda a que el engranaje no se resienta, que todo continúe con su velocidad habitual evitando torpezas, a buscar nuevos modelos pero tener la capacidad de volver con facilidad al camino marcado. En ese sentido el estudio ha terminado consiguiendo la película que seguramente quería hacer: la misma de siempre, al fin y al cabo, pero más refinada que nunca.