Al ver Stella Cadente, uno piensa en que Lluis Miñarro quizás haya filmado interesándose por cómo representar el pasado, cómo evocarlo, cómo formularlo, cómo acercarse a un hecho histórico, mientras su película se convierte en un hermoso cuaderno de notas en torno a esa inquietud. Cada secuencia es al mismo tiempo una pregunta y una propuesta: se proponen soluciones pero sus imágenes también se interrogan continuamente sobre qué mecanismos habitan ese espacio que queda entre la ficción y el hecho representado.
En ese sentido, la historia del reinado de Amadeo de Saboya en España no es tanto un ejercicio de representación histórica como un aquelarre. Una suerte de invocación, en la que los fantasmas del pasado habitan de nuevo el castillo, un eco de hechos antiguos que se cuela a través de diferentes formas de evocación. Y a la hora de escoger esas formas Miñarro se deja seducir por sus cuadros favoritos, las músicas de su juventud y las bandas sonoras que más le han conmovido. Puede discutirse si son las más adecuadas o no, pero resulta incuestionable que aquella peculiar selección termina conformando un planteamiento estético apasionado, atrevido y personal, sugerente y caprichoso.
Cuando un pequeño resquicio argumental se cuela entre las grietas de esa fiesta artística que tiene lugar en cada plano, se filtra también el deseo de Amadeo por cambiar España y empujarla hacia el progreso, al tiempo que también se filtran las intenciones de los hombres poderosos de su alrededor, que tratan de que el nuevo rey permanezca aislado y sean otros, en la sombra, los que realmente gobiernen. Stella Cadente se revela así como el tiempo de espera, el retrato de un rey atrapado, la expresión plástica de los anhelos de un hombre que trata de mirar más allá de las cuatro paredes que encierran sus frustrados deseos de cambio.
Al aparecer en escena María Victoria (Bárbara Lennie), la película se tiñe definitivamente de melancolía. Caminar por los pasillos del castillo se ha convertido, ahora también, en revisitar los sueños de Amadeo que han quedado finalmente atrapados, congelados en el tiempo. La música comienza a adueñarse del protagonismo de la película, las secuencias se dilatan y los personajes se hacen al fin conscientes de su inmovilidad. Al saberse atrapados, se abandonan por fin a sus fantasías, al tiempo que la película no teme mostrarse ensimismada, fascinada con el simple hecho de habitar ese espacio, como si no se estuviese representando a alguien, sino reviviendo de algún modo esos sueños perdidos. Rescatar la melancolía de otro, en definitiva, con los peligros que conlleva adentrarse en la cabeza de alguien que ya no existe. Convocar, en el presente, la melancolía que alguien vivió una vez en un período fugaz convertido en eterno.
De ese modo la estrella fugaz, la Stella Cadente del título, es tanto el reinado efímero de Amadeo de Saboya como el retrato del hombre que se proyecta a sí mismo y se desdibuja conforme se siente atrapado y perdido. Una fugacidad palpitante que habla al tiempo de la belleza de lo vivido como de una historia de la que parece imposible hablar sin convocar también a todos sus fantasmas. El filme de Lluis Miñarro aparece en otro momento convulso de la historia española, tal vez incluso propiciado por él. Bajo esa perspectiva, quizás no haya existido una reacción a los tiempos difíciles que nos han tocado vivir tan hermosa como ésta.