Borgman (Alex van Warmerdam, 2013)

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Un jardinero llama a la puerta acudiendo a una entrevista de trabajo. El padre de familia acude a recibirlo, pero no reconoce que es la misma persona a quien partió la cara unos días atrás, cuando el jardinero era aún un vagabundo sin nombre. Posiblemente, porque nunca le haya mirado a los ojos: permitió que las etiquetas hablasen por él y ahora un afeitado y un corte de pelo obran el milagro del personaje irreconocible.

En momentos como este, que no son pocos, es donde Borgman brilla y despliega su capacidad de seducción, encontrando las formas exactas con las que encauzar un discurso complejo. Está en juego el conflicto entre clases altas y las más pobres, y la tensión que existe entre ambas,  el germen de lo malvado que se fragua en la desigualdad. El vagabundo deja a un lado aquel perfil concreto que dibujaban las primeras secuencias para convertirse en algo abstracto, indefinible y, por tanto, más aterrador. Borgman se convierte en la expresión de los miedos de la clase pudiente, en el símbolo tangible de su codicia y de su modo de vida insostenible, y en ese territorio de lo abstracto el personaje traza también una suerte de conspiración a caballo entre el terrorismo y el humor absurdo con la que acabar derrumbando el imperio de los más privilegiados.

Con Borgman, Alex van Warmerdam intenta hablar de las ruinas de una Europa desquiciada del mismo modo que lo han hecho los cines de otros países de alrededor, hablando (por enésima vez) de la crisis económica y los estragos que causa a su paso. Una vez más, el cine pone la atención sobre la crisis moral que ha desencadenado una acusada época de decadencia, cuyo fuego sólo parece extinguirse a través del acto violento, del ejercicio de borrado permanente en el que la identidad individual o las libertades tienen poca importancia.

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La conspiración de la clase baja parece funcionar a gran escala y adoptar tintes surrealistas en cuanto comienza a germinar en los propios niños de la pareja poderosa, hasta que el relato termina por abrazarse a los territorios inciertos de la metáfora como excusa con la que huir de todo compromiso discursivo. Algo así como si se tratase de una fábula en la que el foco se termina poniendo en los procedimientos antes que en las moralejas.

Las aristas de la película, o ciertas lagunas, quedan expuestas tras el primer nudo, cuando la invasión del extraño en la vida de la pareja ha comenzado y el discurso comienza a funcionar por repetición y acumulación. ¿Hasta dónde es capaz de aguantar la propuesta, realmente, antes de perder el interés o volverse reiterativa de una manera poco comunicante? Mientras se suceden las referencias, las imágenes que recuerdan a otras, resulta peligroso pensar en los motivos por los que están ahí: si por una necesidad expresiva o por la certeza del éxito en servirse de lo conocido. Como ejercicio de reescritura irreverente puede tener interés, pero su originalidad, su valor incluso, queda en entredicho.

En el momento en que uno comprende que las situaciones que se alejan deliberadamente de la realidad nunca van a tener un momento de aterrizaje en el terreno de lo racional, conviene plantearse hasta qué punto el surrealismo aparece en la cinta como necesidad argumental o si se trata de una manera de revelar la incapacidad del autor por asumir los riesgos de su propio discurso, si es un recurso pertinente o sólo aparece para escurrir todo compromiso y construir una fábula que termine siendo tan perversa como gratuita. Quizás eso sea el elemento más discutible de Borgman: que termina más preocupado por exhibir la forma de contar que en encajar esas formas en el corazón de lo que cuenta. 

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