A modo de universo paralelo, desde el que conocer otros mundos posibles, Transcendence sería algo así como lo que hubiera sido Inception (Christopher Nolan, 2010) de haber contado con un mal actor, lo que arroja luz sobre el trabajo de Leonardo DiCaprio en aquella película y pone en evidencia la deriva sobre la que ha ido transitando la carrera de Johnny Depp, un actor a todas luces estupendo que ha terminado reducido a mantener viva su propia caricatura. Basta con revisar los proyectos en los que ha participado Depp en los últimos años para reconocer tanto su poder de convocatoria como sus discutibles resultados interpretativos.
Las comparaciones con Inception no terminan ahí, pues quien era fotógrafo en aquella, Wally Pfister, firma aquí la dirección de la película, lo que pone de relieve una vez más a qué tipo de películas nos enfrentamos. Y no hablamos de un autor que haya sufrido la misma transformación de Zhang Yimou, que comenzó como director de fotografía antes de iniciar su carrera como director, sino de un operador de cámara que intenta probar experiencias nuevas a partir de lo que ha aprendido de sus colaboradores. El resultado está peligrosamente cerca del estropicio que pusiera en práctica Janusz Kaminski, el célebre fotógrafo que tantas veces trabajó con Spielberg, cuando dirigió la infame Poseídos (2000).
Quizás una de las causas mayores que certifiquen el fracaso de estos maravillosos operadores reconvertidos en mediocres autores (algo así como cenicientas por un día) sea la ausencia de pulso narrativo. Desde luego se trata de una dirección puramente técnica, porque, ¿qué se le podría reprochar a una película impecable como esta? Posiblemente nada y, sin embargo, todo. En cierto sentido, Pfister considera que puede repetir ciertos esquemas de la puesta en escena propia de Christopher Nolan (formato panorámico, uso permanente del teleobjetivo, planos medios en las conversaciones y planos generales en la acción), pero lo que termina construyendo es un esquema anodino, porque se ajusta a los procedimientos de alguien cuya virtud no es precisamente la puesta en escena, sino el brío con el que narrar los acontecimientos desde el puro montaje, cosa que aquí no sucede.
El argumento, relato de ciencia-ficción en tono trasnochado, tampoco ayuda. Bastaría con lanzar una breve panorámica sobre el blockbuster contemporáneo para advertir en esta fábula cibernética no ya una cierta ingenuidad (pues convendría seguir reivindicando la ingenuidad como bonita virtud y no como defecto), sino su construcción a partir de una mentalidad poco cercana a la sensibilidad de este principio de siglo en el que ha sido concebida. En ese sentido, además de constituir un relato inofensivo, la película pretende hablar de los peligros de la tecnología moderna, que ya existen y que son palpables, a través de una mentalidad ensimismada y anodina más emocionada con las fantasías propias de la literatura del género de principios del siglo pasado que con la cercanía de los peligros que pretende enfrentar.
Lo que queda es una película atrofiada a la que le cuesta desprenderse de sus propios clichés, que no tarda en caer en el pozo de lo indiferente y lo discursivo, que no encuentra aliado en un actor principal obligado a ejercer de rostro solemne e inexpresivo por exigencias del guión, vendida como la película de otro y dirigida también bajo los mecanismos de ese otro autor. Lo peor que le ha pasado a Wally Pfister es que no se ha permitido, siquiera, que los peores defectos de su película le pertenezcan.