The Grandmaster (Wong Kar-Wai, 2013)

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Como si persiguiese el embrujo que respira la propia vida al recordar los fantasmas del pasado, The Grandmaster comienza como un torrente de acontecimientos y sensaciones sin que haya apenas tiempo para paladear ambas. Resulta evidente, muy pronto, que los eventos carecen de importancia en sí mismos si no son para construir un pasado al que volver cuando éstos ya se han evaporado en las brumas del tiempo y es imposible regresar a ellos.

Podría decirse que la película no es más que la continuación de un universo, estético y también en sus planteamientos profundos, de un Wong Kar-Wai obsesionado con el amor y la percepción del tiempo vivido. Pero The Grandmaster ya no cuenta con la pasión desmedida que arrollaba el relato de sus anteriores cintas: existe aquí una perspectiva y una depuración diferentes, en tanto que el realizador efectúa un recorrido a través de toda una vida y no sólo a partir de un encuentro amoroso (quizás de ahí la necesidad de partir de la biografía de un personaje real a través del que construir su particular mirada).

Con la música de Shigeru Umebayashi como elemento que define el tono del relato y la trascendencia de los pequeños detalles que tienen lugar, y con una labor de montaje tan fastuosa como llena de infinitas posibilidades (de hecho existen tres versiones del filme, todos con metrajes diferentes), la película trasciende el género wuxia y las barreras culturales lógicas que puede generar en el espectador occidental para erigirse como poético monumento en torno al trayecto vital y a la memoria entendida como auténtico conductor de las emociones, en tanto que el propio filme está construido a modo de gran recapitulación de los acontecimientos que completan la vida de sus dos protagonistas.

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Llama la atención que, tratándose de una incontestable obra de madurez, The Grandmaster sea una película poblada de riesgos, de experimentación con el montaje y de atrevimientos en su puesta en escena que remiten no a las obras más celebradas del autor, sino a aquella libertad que respiraban sus primeros trabajos. La propuesta estética concebida por Kar-Wai y el trabajo con el color del operador Philippe Le Sourd es uno de los grandes reclamos. Sus imágenes tienen un marcado poder emocional que busca siempre la adecuación a un espíritu de lo pretérito, como si cada representación tuviese que ver con la ensoñación o la memoria y no con un suceso en tiempo real, y a la vez son imágenes que saben dialogar con todo el cine que admira el autor y del que bebe con tal intensidad que sus influencias se filtran en sus propias ideas de puesta en escena.

Es pues, un trabajo de reelaboración y reescritura: un trabajo de reinterpretación, pero también una personal y poderosa nueva propuesta con la capacidad de anclarse en la memoria tal y como ocurre con los recuerdos de Gong Er (Zhang Ziyi) durante la narración, si existe la predisposición necesaria para penetrar en un relato tan fragmentario y caprichoso. Y en ese sentido es la película más esquiva e inasible de su autor; también la más crepuscular. Y sin lugar a dudas la película que menos atada está a la leyes clásicas del montaje y a la concepción del filme acabado, como si su vida continuase de manera infinita, eternamente cambiante. ¿Cómo valorar, si no, una cinta que cuenta con tres montajes diferentes, tan dispares entre sí y con significados tan alejados los unos de los otros? Quizás Wong Kar-Wai haya encontrado, en las dificultades para exhibir su película por el mundo, la extensión natural y definitiva de un cine que habla de las sombras que habitan en la traicionera memoria, de las que resulta imposible fiarse. Ahora tampoco es posible fiarse de un montaje nunca definitivo. Una película con el color negro como protagonista, un filme lacerante que ya no teme ensimismarse en su imposibilidad de concretar el recuerdo de lo vivido. Ya no es posible, siquiera, concretar aquello que se ha filmado. Las imágenes se desvanecen. 

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