Pensé que iba a haber fiesta (Victoria Galardi, 2013)

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Confrontada al espacio que habita, Elena Anaya parece frágil, absolutamente vulnerable. No es tanto por su estatura ni por el aspecto de los edificios a los que se enfrenta, sino por la manera en que utiliza su mirada para mantener siempre, en un primer plano centelleante, los sentimientos del personaje que interpreta. Una actriz del todo transparente, que busca en el registro que domina la forma de amoldarse, mediante diminutas variaciones, a cada nuevo papel, con mayor o menor fortuna pero siempre bajo una muy personal manera de aproximarse a la historia, como si ella fuese la extensión física de todo el discurso del relato.

Victoria Galardi concibe una historia en la que Ana (Elena Anaya) se hace cargo de la vivienda de una amiga cercana con el objetivo de que el choque entre el personaje y un entorno totalmente ajeno genere una tensión con la que sacar a flote su agitado estado interior, al tiempo que desvele la esencia de su relación con el resto de protagonistas. Se inicia así una película llena de silencios y de fueras de campo, donde todo aquello que necesitamos conocer sobre los personajes ya ha ocurrido tiempo atrás, y nunca será desvelado del todo.

La construcción de nuevos conflictos, sin que el espectador reconozca los anteriores, genera interesantes planteamientos sobre qué es lo esencial en un personaje y qué resulta accesorio para llegar a comprenderlo. Pensé que iba a haber fiesta funciona, a la manera de aquel cine contemporáneo que transita en sus mismas latitudes, como meditado mecanismo de relojería concebido para explosionar en su última secuencia, cuando el caudal que arrastra ya resulta insostenible. Es entonces cuando el discurso de la incomunicación por fin se desvela, aunque quizá no sea el ejercicio más sugerente que hace la película, en tanto que responde a un cierto modelo ya explotado con anterioridad.

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Puede que lo más interesante del film sea el retrato profundo que hace de dos protagonistas a partir de detalles cotidianos de aparente intrascendencia. La generosa naturalidad que Galardi permite a sus actrices es devuelta en forma de interpretación sensible y nada complaciente. Los acontecimientos se precipitan cuando Ana se enamora del antiguo esposo de aquella amiga cuya casa habita en su ausencia. No se inicia un banal juego a tres, sino que todo transcurre en secreto y el torrente de sentimientos de Ana trasluce, una vez más, a través de los ojos de la actriz que la encarna.

Podría escribirse un curioso análisis sobre las decisiones de puesta en escena en Pensé que iba a haber fiesta, en tanto que la película es un hermoso ejemplo sobre la dificultad de los cineastas para relacionarse con los entornos actuales, concebidos como piezas de arte antes que como lugares habitables. La casa de diseño que habita Ana durante esos días parece tentar a Victoria Galardi hacia una filmación que busque perspectivas y miradas forzadas, como si de repente hubiésemos viajado a una película de Hitchcock y a su particular lenguaje. Aquellas decisiones parecen condicionadas por el entorno antes que por el relato, lo cual invita a una reflexión profunda sobre la incapacidad de relacionarse con los espacios del presente.

Sin embargo, Pensé que iba a haber fiesta transita por otros lugares. No busca interrogarse nunca por la puesta en escena. Su compromiso por encontrarse con las sombras de lo cotidiano es firme y, aunque deje las puertas abiertas al futuro discurrir de la vida en su emocionante secuencia de cierre, nada está dejado al azar. Se trata de una película de madurez, turbadora y oscura, con un soberbio dominio del tiempo. No son pocas sus conquistas. 

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