A propósito de Llewyn Davis (Joel Coen, Ethan Coen, 2013)

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¿Qué significa la colección de infortunios que viven, sin posibilidad de escape, los personajes creados por los hermanos Coen? Películas concebidas en forma de gran pregunta que nos interrogan sobre lo que vivimos. Apenas hay movimientos de cámara, como si la apatía ante esa imposibilidad por librarse de las adversidades contagiase también la pura gramática narrativa. Y cuando lo hay, la cámara sigue a Llewyn Davis en su incansable camino hacia delante, mostrando siempre su rostro y negándose a ofrecer el contraplano de aquel lugar hacia donde avanza el músico.

Es la historia de un cantante de folk que no consigue despegar, obligado a subsistir al amparo de sus amigos, pero también podría ser la historia de Larry Gropnik en Un tipo serio (2009) o la de Ed Crane en El hombre que nunca estuvo allí (2002), título este que podía definir la esencia misma del personaje arquetipo creado por los realizadores. Personas a las que lo divino parece haberles negado el permiso mismo de existir.

Sólo que aquí, además, un flashback de perversas intenciones concede un sentido cíclico al relato del que escapaban las antecesoras. Es decir, para Llewyn Davis ni siquiera hay posibilidad de imaginar un futuro redentor. Y, en ese sentido, no conviene dejarse llevar por la complicidad de una música que empuja hacia la superficie del relato y no hacia el interior, con el deseo de asumir que existe una cierta urgencia en reconocer, y poner en duda, una cierta autocomplacencia en sus autores tan inédita como la oscuridad de lo que cuentan.

¿Qué significa entonces el trayecto vital del personaje, tan alejado por momentos del tono de comedia que, bajo la fachada de lo liviano, parece ocultar una incómoda historia propia del terror cotidiano y los horrores de la supervivencia? Tal vez esa acentuada construcción dramática no busque una respuesta categórica, sino poner en cuestión cómo la justicia divina tiene más que ver con el modo en que afrontamos lo cotidiano que con la idea abstracta del destino.

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Dicho de otro modo, Llewyn Davis ama lo que hace, pero nunca lo disfruta. Sueña siempre con altos vuelos, con grandes oportunidades. “Si tuviera alas”, empieza diciendo una de sus canciones. La insatisfacción crónica termina produciendo monstruos, y los infortunios acaban siendo cuestión de perspectiva. Colaborar en la grabación de un single de éxito sólo se mide por aquello que se ha dejado de ganar, o la presencia inesperada de un gato (Ulises, otro nombre esclarecedor) se interpreta como un accidente pasajero, nunca como un regalo.

La figura del gato queda convertida en reflejo del protagonista, en proyección de sí mismo, en el momento en que éste se desprende del animal y lo convierte en un desheredado más, obligado además a vagar herido en la oscuridad cuando vuelve a encontrarse con él (¿o es sólo su fantasma?) y lo atropella a su regreso. Del mismo modo, en términos aún más cercanos y menos simbólicos, Davis condena a su amada a vivir la misma clase de infortunio, a contagiarse de toda ausencia de perspectiva, la empuja a convertirse en esa imagen de sí mismo que tanto detesta.

La película busca un color único, un tono diferente, una tupida bruma capaz de envolver el relato en tinieblas, aunque eso a veces la arroje al abismo de lo impostado. Y sin embargo, la valentía con la que el músico se enfrenta a ese mundo, percibido como inhabitable, infunde al relato un profundo aliento vital. ¿Hay mayor manera de celebrar el amor por lo vivido cuando una película te invita a reír asistiendo a este cúmulo de desgracias nunca antes imaginado?

Puede que el flashback y su carácter circular funcionen, a fin de cuentas, como manera de posar de nuevo la mirada sobre la propia memoria, y que esa revisitación arroje algo de perspectiva. Como en ese viaje al corazón de las tinieblas que supone el viaje a Chicago justo en el epicentro del film, empujando la película al territorio de la road movie, el personaje de John Goodman recuerda al protagonista que siempre habrá alguien en peor situación que él. Quizás lo único que haga falta sea un cambio en la manera de mirar el mundo.  

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