La saga de Harry Potter ha terminado justo cuando sus jóvenes protagonistas son lo suficientemente adultos como para haber olvidado la naturalidad de su niñez y empezar a ejecutar una sobreactuación que los justifique como verdaderos intérpretes.
Termina justo a tiempo, pues las películas no se han caracterizado nunca por apoyarse en las interpretaciones de nadie. Un plano de esta última entrega resulta revelador para entenderlo: cuando todos los alumnos de Hogwarts huyen por las escaleras de la escuela ante una posible amenaza del exterior, la cámara está más atenta a los gestos de los cuadros de los pasillos, cuyos personajes pintados también huyen.
Así ha sido siempre la visión fílmica de un personaje que, irónicamente, termina siendo uno de los menos interesantes de la historia. Como todo trabajo estéril de pasar una novela al cine letra por letra, el cine termina perdido sin saber hacia dónde dirigir su mirada, si hacia los enormes decorados, hacia el desborde de unos efectos especiales omnipresentes, o hacia los retazos de una historia que necesita ser mutilada para poder encajar en un formato mínimamente manejable.
El trayecto de la banda sonora da una buena idea de la mescolanza artística a la que se ha visto sometido el material de partida. Alexandre Desplat firma esta última banda sonora, que rescata algunos de los memorables temas que Nicholas Hooper escribiera para El misterio del príncipe. Partitura de Alexandre Desplat, ideas de Nicholas Hooper, y el tema principal escrito por el eterno John Williams.
El nombre propio de Harry Potter, sin embargo, acaba siendo el de David Yates, quien ha dirigido las cuatro últimas películas y ha impregnado de su oscura impronta visual a todo el relato. Películas aparatosas, de lento discurrir, de bellos paisajes, de nobles intenciones, de torpe montaje, provistas siempre de lo entrañable y lo permisivo propio del relato infantil.
La segunda parte de Las reliquias de la muerte es con diferencia una de las mejores, en tanto que es la única con capacidad para cerrar todos sus capítulos, y no ser concebida como pura transición. Es también la más importante en tanto que plantea, por fin, un conflicto real. Por fin el mundo que ha sido construido durante tan generoso metraje está puesto en verdadero peligro. Por fin existe la sensación de que todo ese universo está condenado a desaparecer, y ante la angustia de la inminencia de ese pensamiento, ese universo cobra vida y auténtica relevancia.
También lo es porque incluye la confesión sincera de uno de sus personajes más importantes, algo que acaba siendo de lo poco que le da sentido y unidad a todo el relato en su conjunto. Una carga emotiva y emocional que bien falta le hacía a la película y a todo el arco argumental al completo.
Lo más peligroso de Harry Potter, de libros y películas por igual, es que su tono y su discurso han ido transmutando conforme su público objetivo ha ido creciendo, al igual que sus actores, y por tanto, será tan importante para esa generación que creció con la historia como irrelevante para el resto. Lo que empezó como la enésima atracción de Disney ha desembocado en un puzzle lleno de peligros, narrado en un tono adulto y siniestro. Su resolución acaba pareciendo más una epopeya de Tolkien que la mera historia de un mago.
El epílogo final de Las reliquias de la muerte, con los felices hijos de los protagonistas regresando a la escuela a aprender magia, es la prueba definitiva de que, incluso en una epopeya como Harry Potter, las aventuras necesitan siempre renovarse, volver a comenzar, y que tal vez la próxima generación viva un asombro parecido al que vivimos nosotros al contemplar la nuestra.
La verdadera aventura de Harry Potter empieza justo después de derrotar a las fuerzas del mal y a todos sus demonios. La auténtica aventura del personaje termina siendo la de ser padre, asumiendo el compromiso de reconocer que no hay mayor epopeya en la vida que la de dar a luz a una nueva vida en el seno del amor compartido.
Al fin y al cabo, además de mago, Harry Potter también es humano.