Templario (Jonathan English, 2011)

Una de las mayores diferencias entre el cine de verdad y el mundo audiovisual que estamos acostumbrados a ver a través de la televisión es el concepto de la puesta en escena. En el cine entendido como arte, la elección del encuadre, la colocación de los actores o los movimientos de cámara no son elementos dejados al azar, sino verdaderas herramientas de escritura capaz de contar cosas allá donde el relato o las propias palabras son incapaces de hablar.

En Templario no parece existir esa diferencia. El inefable Jonathan English, antes productor y ahora también responsable de unas deleznables labores de dirección, firma lo que termina por parecer una serie de televisión de dos horas de duración. Que su trasfondo histórico sea enormemente rico no salva nunca a su pobre argumento, ni su terrible manera de filmarlo.

Cuánto daño ha hecho Gladiator, de Ridley Scott, al género histórico. Más de diez años después de aquella, aún persiste la idea de que las frases lapidarias en un guión son la única manera de encontrarse frente al relato épico, sin parar a pensar en la frialdad que eso genera en los personajes, y más allá de ellos, en la inexpresividad de unos actores que parecen recitar la petulancia de sus frases con una desidia difícil de superar.

En el centro del huracán se encuentra un Paul Giamatti ejerciendo del mejor personaje de la función y también del peor caracterizado, el de Rey Juan de Inglaterra. Giamatti aún no ha comprendido que su función como actor no debe ser siempre la de irradiar una intensidad descontrolada, siempre como centro de atención y de exhibición. Su personaje, debido a la nula dirección de actores que se aprecia a lo largo del metraje, aparece siempre mucho más afectado que la propia película, un actor que parece estar descontextualizado en un filme que no repara nunca en la calidad actoral como motor de sus acciones.

El resto de la larga lista de personajes lo componen un excelente reparto, aunque el noble trabajo de sus secundarios no consigue difuminar la endeble actuación de un James Purefoy que acaba encarnando la identidad definitiva de la película: cuerpo sin alma, palabras sin rostro, acción sin emoción.

Cuánto daño ha hecho Gladiator. Una película de corte medieval ya sólo será capaz de rodar sus escenas de acción con cámaras de alta velocidad. No importa ya lo que ocurra en la pantalla, sólo importa su textura. Ya sólo importan los sonidos, y la sangre que va y viene en un brote de salvajes tajos de espada. Pensar en la manera de filmar los combates de Braveheart ayuda a entender la inutilidad del sistema del plano corto impuesta por Ridley Scott, e imitada hasta la saciedad desde entonces. El deseo de abaratar la producción acaba por generar unas imágenes caóticas, indescifrables, que no interesan en absoluto.

Si el año pasado Centurión, de Neil Marshall, prometía la vuelta del género con nuevos bríos, con descarnada pasión y con argumentos refrescantes, este Templario es una nueva vuelta atrás, el enésimo retroceso. Género duramente castigado por la proliferación de éste en el cine de consumo, Templario acaba por contener todos los despropósitos de su English como director, alguien que tiene el privilegio de hacer cine pero sin la más remota idea de lo que significa realmente esa palabra.