En el año 2004 François Ozon filmó una de sus mejores películas. Cinco veces dos contenía cinco momentos en la vida de una pareja, desde el día en que se conocían hasta el instante mismo de su separación. Lo curioso de la propuesta era que Ozon proponía un montaje inverso en el tiempo, lo que hacía que la película empezase con la muerte de la pareja y terminase con su nacimiento.
Ha habido muchos acercamientos al esquivo y tormentoso momento de separación de una pareja, pero posiblemente el del director francés sea el más acertado y original de los últimos años.
Lo que propone Derek Cianfrance en Blue Valentine no va muy lejos de esa idea, solo que contrapone dos únicos momentos: la separación frente al enamoramiento, el final frente al principio. Su propuesta queda reforzada además por los cambios físicos propuestos sobre ambos personajes, aunque posiblemente también se deba a la dificultad del relato para separar las dos líneas temporales.
De modo que Blue Valentine vive de representar dos momentos, dos estados de ánimo, y trata de confrontarlos para obtener una respuesta emocional de su espectador. Desde una habitación de hotel decorada con elementos futuristas, la pareja habla de su trayectoria pasada, vista con la perspectiva que les proporciona ese futuro virtual, a la vez que experimentan su propia autodestrucción emocional y sentimental.
De esa manera, la película es capaz de regalar instantes llenos de romanticismo y juventud para contentar al público con ansias de adoptar esas frases y situaciones idílicas a su propio imaginario sobre qué debe y qué no debe ser el amor, mientras que Cianfrance muestra en su otra mitad lo que realmente le interesa: la separación de dos personas que una vez fueron muy felices.
Mientras Ozon filmaba ese proceso de destrucción, de desaparición de la atracción mutua, y trataba de recoger algo de su misterio a través de momentos y gestos de eso que ocurre en nuestro interior pero es imposible de asumir o de explicar, Cianfrance se limita a fascinarse por el contraste de ambos momentos, por cómo una pareja feliz se confronta a su patética imagen del presente.
La película muestra el contraste, pero nunca el proceso. Muestra los motivos, pero nunca su aparición. Y mucho menos su incapacidad para ofrecer soluciones, pues la madurez de la narración es sólo aparente. Por eso el filme pierde fuerza en cuanto se ve incapaz de construir como historia lo que ha intentado alumbrar como idea.
Todo se sostiene entonces por la entrega personal que los dos actores imprimen a sus personajes, enormes Ryan Gosling y Michelle Williams, que llenan la pantalla con tantos gestos cercanos y auténticos, tantos detalles y tal naturalidad que es imposible no creerlos, imposible no entenderlos y compadecerlos.
El desequilibrio sin embargo, resulta explosivo. La película cuenta una idea y no se molesta en desarrollarla, sólo en mostrarla, consciente de que los destellos del amor eterno y pasional colocados en su primera mitad serán capaces de cegar la conciencia crítica de un público que sólo quiere quedarse con una parte de la historia.