12 años de esclavitud (Steve McQueen, 2013)

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Posiblemente los espectadores del presente, anestesiados por la avalancha de imágenes de violencia con la que conviven a diario, experimenten un dolor mucho más cercano ante la historia de Solomon Northup, que vivía como hombre libre y fue secuestrado y vendido como esclavo, que ante cualquier otra historia que acoja la esclavitud desde su comienzo, en tanto que resulta mucho más sencillo y contundente el proceso casi inmediato de empatizar con la historia de un personaje de clase acomodada al que más tarde le es arrebatado todo cuanto posee. 

Así comienza una película con la evidente intención de denunciar un periodo histórico, de revisión de un pasado complejo y doloroso de la historia americana con la que remover conciencias. La capacidad para retratar las cualidades humanas de Steve McQueen se revelan aquí esenciales para acercarse a una historia contada siempre en primera persona. Como también parece esencial su obsesión por filmar el cuerpo y su desgaste, sus fricciones, el cuerpo como reflejo inmediato de las pulsiones humanas, como concreción definitiva de nuestros pensamientos y acciones.

Y allí, en pleno corazón de una batalla entre el cuerpo y los viejos fantasmas de la historia, tiene lugar un filme que dialoga de manera coherente con el resto de la filmografía de su autor, que siempre se ha situado en el huracán de los conflictos humanos para llegar a entender ese retrato del cuerpo como auténtica prisión de nosotros mismos. Si en Hunger era la huelga de hambre del IRA lo que propiciaba la puesta en escena, y en Shame era la incapacidad del hombre moderno para enfrentarse a sus demonios interiores, aquí la dimensión del tema escogido transforma el proyecto en producto de mayor vocación popular pero tratado de la misma forma que las anteriores. 

Pero convendría analizar la manera en que McQueen pone en escena ciertas ideas para poder así desentrañar las fortalezas de su discurso y al mismo tiempo advertir, de manera ineludible, ciertas imposturas que rodean su forma de entender el cine. Porque en el trabajo con las formas del director se aprecia una cierta permisividad que parece tener su origen en la dimensión ética de los temas a los que se acerca, como si la crudeza y la veracidad de los acontecimientos que relata le confiriesen autoridad para acercarse a una representación que pone en cuestión su propia moral, cuando precisamente se trata siempre de historias profundamente morales.

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¿De dónde viene, si no, el deseo de encontrar el plano más bello posible mientras el protagonista lucha, amordazado y de puntillas, por no morir ahorcado? Aunque McQueen coloca, al fondo del plano, a una mujer blanca interpelando su responsabilidad, el autor se olvida de su propio compromiso cuando ignora la dimensión moral de las formas que maneja. Quizás el ejemplo más poderoso sea la discutible elección de un plano-secuencia en la escena en que el protagonista debe ajusticiar a una compañera por capricho expreso del dueño de la plantación. El discurso queda desdibujado pues, ¿cuál es el objetivo entonces? ¿hablar de la esclavitud o poner en primer plano el virtuosismo de quien está filmando? ¿Proponer imágenes de dolor o acumular imágenes de violencia?

No se trata de una reflexión banal, en tanto que cada plano de Steve McQueen nace desde una profunda y cuidada planificación, desde una intención evidente. Sacrificar la virtud de la espontaneidad y la belleza de la imagen inesperada por otra: la virtud de la imagen contundente y lacerante que se clava en la retina. Basta contemplar la depuración de sus encuadres y la meticulosa colocación de los actores en el interior del plano para advertir el tiempo de preparación y la ambición comunicante que esconden cada uno de ellos.

Rodeado de fabulosos y entregados actores que intensifican aún más, si es posible, el calado dramático de los hechos, acompañados de una fotografía elegante y poderosa, rodeados por un trabajo de ambientación impecable y una notable labor de edición, es quizá la música el único elemento narrativo que parece ahogarse en el camino. Hans Zimmer no sólo se limita aquí a reutilizar el tema “Time”, de la banda sonora de Inception, sino que desaprovecha una de las posibilidades más interesantes del cine comercial reciente en torno a un personaje que porta un violín como el último objeto que le vincula a su identidad pasada. Lejos de aprovechar la referencia, Zimmer utiliza un violín solista para acometer simples adornos de la partitura y abandonarse a la repetición constante de un material tan eficaz como carente de desarrollo y en exceso insistente.

Son los elementos protagonistas de la película de mayor presupuesto, hasta ahora, de un autor con el que el espectador medio congracia especialmente. Tal vez tengan mucho que ver en ello sus historias directas, entregadas, apasionadas, y la belleza y el poder de sus imágenes. Pero posiblemente tengan también buena culpa el hecho de que muchas de sus imágenes superen los límites de lo conmovedor para alcanzar el terreno de la manipulación emocional. Aún cuando el relato se ha encargado ya de ofrecer una cruda representación de los hechos, 12 años de esclavitud termina de la misma forma que Hunger: con una colección de rótulos explicativos que intentan otorgar mayor autoridad, mayor valor, a todo aquello que no se ha sabido transmitir en imágenes. Esto convierte a Steve McQueen no sólo en sospechoso, sino también en reincidente.

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