Yo, él y Raquel (Alfonso Gomez-Rejon, 2015)

Yo, él y Raquel (Alfonso Gomez-Rejon, 2015)

Viendo Yo, él y Raquel puede surgir un curioso interrogante. Mientras los cineastas de los años setenta recogieron la herencia de las películas del cine clásico para construir algo nuevo a partir de aquella influencia, este filme recoge la herencia de ese cine de los setenta con la cita gratuita como único fin. Sería algo así como homenajear lo que uno considera como gran cine, antes de plantearse si esa devoción tiene algo que ver con el relato que se tiene entre manos. ¿Se trata de una generación perdida de cineastas, entonces? Una que no sabe utilizar el pasado como referencia estilística buscando algo nuevo, sino que lo toma prestado como si se sirviera de un juguete. ¿O será este cine, el de la cita gratuita y del poso intrascendente, ese que también se hacía en aquellos años setenta con la mirada puesta en épocas anteriores y que ha desaparecido con el paso del tiempo?

Dos amigos filman, en plena segunda década de los 2000, homenajes a películas célebres con cuarenta años de antigüedad. Si en Rebobine, por favor (Michel Gondry, 2008) los protagonistas hacían lo mismo era para poder construir un discurso en torno al propio medio del cine y al significado profundo del cine como experiencia colectiva. En Yo, él y Raquel, sin embargo, el único objetivo es generar una cierta complicidad: «jugamos en la misma liga, en el cine tenemos los mismos ídolos». Se busca un cierto mérito artístico a partir de aquellas películas a las que se hace referencia, en lugar de buscarlo desde dentro.

Yo, él y Raquel (Alfonso Gomez-Rejon, 2015)

Pero hasta la propia jugada de la complicidad queda puesta en duda: Greg, el personaje protagonista, miente deliberadamente al narrar el relato a través de su voz en off, para luego desmentirse a sí mismo cuando las cosas ocurren de forma diferente. El guión de Yo, él y Raquel busca así el golpe de efecto a cualquier precio, cuando en la manera de filmar hay mucho más talento del que parece como para tener que recurrir a fórmulas tan pobres.

Alfonso Gomez-Rejon conoce bien las singularidades de cada plano y se esfuerza por convertir cada secuencia en un momento único en el terreno visual. Esa búsqueda de la eterna estilización convierte momentos intrascendentes en algo hermoso, aunque la repetición continua de este procedimiento ahoga en ocasiones al propio relato. Prueba de ello es la discusión final entre chico y chica, a través de un largo plano secuencia situado al nivel del suelo: puede que la decisión produzca la sensación de asistir a algo nunca visto hasta entonces… Hasta que la escena revela por sí misma el motivo por el que nunca se ha hecho: la tensión se enfría, los gestos de los intérpretes se empobrecen, el drama se diluye, pero el plano continúa. Es quizá el resumen de la película: la búsqueda del mérito pasa por encima del propio relato. ¿Cómo confiar en una película sobre los valores de los jóvenes, si la propia manera de filmar pone en entredicho los valores del cineasta?