Al principio, el caos de las calles invade las imágenes. Un desfile ha empujado a la gente al exterior y un mar de rostros inundan las aceras. La cámara intenta filmarlo todo, no dejar ningún hallazgo por el camino, no saltarse ninguna pequeña curiosidad de alrededor, como si todo fuese nuevo para el cineasta. Y efectivamente lo es: Shawn Convey es en realidad natural de Chicago. Ha atravesado medio mundo para filmar aquí, en plenos Balcanes, y por eso todo suena a nuevo, a recién descubierto. La imagen no puede evitar esa misma sensación de constante descubrimiento, de novedad, la sensación de esa mirada que observa un escenario por primera vez.
Tampoco puede evitar la naturaleza fotográfica del origen profesional de quien filma: los encuadres son precisos, de impactante fuerza comunicante, y a la vez tienen esa sencillez de lo fortuito, como si su composición fuese formada casi por accidente. Pero la realidad es que Convey filma lo mismo que le llama la atención, todo aquello que le sorprende en lo profundo. Por eso Among Wolves es un gran documental sobre la fuerza de la mirada, porque permite ponerse con facilidad en la piel de quien observa. También sobre su poder para transmitir ideas, pero eso ocurre en la segunda parte.
Porque hay una segunda parte tras este prólogo, un auténtico comenzar: de repente el filme se centra, como si hubiese ocurrido de manera también fortuita, en un grupo de moteros que atraviesan el asfalto a la manera de un ejército. Las ropas llamativas, los enormes vehículos, el ruido ensordecedor… Parece imposible no filmar esa visión de película, ese acontecimiento social que ha convertido a un grupo de personas en espectáculo urbano. Y de nuevo, a la manera de un hermoso accidente, Convey los sigue hasta las afueras para descubrir a qué han dedicado su tiempo al terminar la guerra.
El hallazgo le da su forma definitiva a la película: ahora lo que inunda la pantalla son caballos salvajes, custodiados en campo abierto por este grupo de personas que antes parecían el caos del orden público y de repente parecen ángeles que cuidan el resurgir de un nuevo mundo. Y de ahí esa fuerza para transmitir ideas de la que estaban impregnadas estas imágenes, auténtico corazón del filme. Los caballos atraviesan el plano con una belleza inédita, el paisaje es filmado con una sensibilidad conmovedora y huyendo siempre de todo tipo de aspavientos o grandilocuencias en la puesta en escena. Todo es servido desde la sencillez, y ahí es donde el filme encuentra su profunda belleza. Las imágenes no se limitan a una bella ilustración del cuidado de esta manada. Remiten al final de una época, a la calma tras la tempestad, a un nuevo y providencial comienzo, a un resurgir atemporal capaz de hablar de todas las historias.
Por eso el filme es más bello cuanto menos se preocupa por las palabras de los hombres, cuanto menos se concentra en la historicidad de su relato y cuanto más se adentra en la belleza abstracta de las formas del campo, de los animales que lo atraviesan y de un cielo que alberga la posibilidad de lo eterno. El autor del documental lo sabe, y deja que la película se llene de lo imprevisto, de caballos que se acercan con curiosidad a la cámara, de hombres que confiesan algo inesperado, de gestos fortuitos cargados de historia y, en fin, de permitir con humildad que la mirada sensible se adueñe del relato por encima de su vocación narrativa. El resultado es la captura de un universo silencioso, del mundo en paz en el que aún resuenan los ecos de algo atronador, pero sobre todo es el triunfo de la mirada sobre las cosas. El gesto definitivo que confirma que celebrar la belleza puede cambiar el mundo.