El hilo invisible (Paul Thomas Anderson, 2017)

Se podría decir que, en algún momento del camino, las películas de Paul Thomas Anderson empezaron a suceder sólo en la mente de sus protagonistas. Desde el hombre enfadado con el mundo en Pozos de ambición (2007), que ve cómo brota la sangre del interior de la tierra, a ese veterano de guerra que imagina su regreso a casa en The Master (2012) o, en fin, ese detective de Puro vicio (2014), que no sabe si lo que está viviendo es una simple alucinación. Lo que ocurre en el interior de ellos siempre es más intenso que la realidad y a la imagen le toca el difícil proceso de materializar ese universo emocional.

Es un detalle que aquí cristaliza cuando Mr. Woodcock (un soberbio Daniel Day-Lewis que le da sentido a esta película) confiesa que siempre lleva a su madre consigo: un mechón de su pelo cosido en su chaqueta, a medio camino entre el exterior del traje y su propio cuerpo, en un lugar que ya no es visible y que sólo puede imaginarse. Es lo mismo que ocurre con este cine, que acaba resquebrajando el mundo sin avisar, partiendo de premisas sencillas y en apariencia inocuas, nada trascendentes, para terminar hablando de aquello que no puede verse.

De hecho la película comienza como una frívola recreación del mundo de la moda en el Londres de la posguerra: atención a la secuencia de inicio, pequeño prodigio de puesta en escena que desmitifica el imaginario de la película de época tradicional hasta transformarlo en una caricatura idealizada, también distanciada, de un cine que ya no existe. Lo más interesante es que el propio filme va a irse transformando hasta abandonar esa forma para entrar en un universo desconocido: ese que plantean las acciones transformadoras del amor hacia el otro.

Porque este es el tema central de esta obra y el auténtico motor de unas formas estéticas personales y llenas de fuerza narrativa: cómo dos formas de amor entrechocan entre sí, de manera irreconciliable pero también asumiendo el carácter inseparable del encuentro, una cierta necesidad por la convivencia. El hilo invisible comienza con el punto de vista de un protagonista masculino que seduce a la camarera de un restaurante y organiza su primera cita de la forma que él conoce, de la forma en la que él entiende el amor: llevando a su acompañante al taller donde poder diseñarle un vestido. Al hacerlo, ella parece decepcionada. Ahora bien, el desarrollo de los acontecimientos irá modificando, de manera imperceptible, ese punto de vista individual para que irrumpa en escena la forma de amar de la otra mitad. Al hacerlo, él parece decepcionado. Y la habilidad del realizador como escritor es fundamental para proponer ese cambio, porque no se trata de una simple estratagema de guionista, sino la plasmación cinematográfica de esa sensación en la que, tras permitir que alguien se adentre en nuestra intimidad, el mundo entero va cambiando en silencio hasta que un día somos capaces de advertirlo.

Esto deja en pañales la estrategia narrativa del texto de Sicario (Denis Villeneuve, 2015), en el que un protagonista femenino iba dejando paso, poco a poco, a uno masculino para revelar que el mundo político y militar aún sigue dominado en exclusiva por los hombres. El hilo invisible va mucho más allá en tanto que establece una relación de igual a igual partiendo de nuestro inevitable egoísmo originario, partiendo de nuestra particular individualidad. De ahí a una cierta incomodidad, a la sensación de que ha ocurrido una invasión inesperada, y de ahí a un cierto compromiso con las diferencias. Anderson ha puesto en escena un discurso lleno de una inédita madurez emocional: el relato asume que las formas de amar son irreconciliables, que los rostros de decepción siempre van a estar presentes y que, a partir de ahí, sólo es posible el acercamiento si antes se reconoce que amar es un camino infinito hacia el reencuentro con el otro. No se trata de una visión pesimista sobre el mundo, más bien es un intento de construir relatos sinceros reconociendo la belleza de la imperfección, construir desde la ausencia de esa dulzura que, precisamente, señala al cine clásico como una burbuja que hizo del amor un tirano que exigía idealismos imposibles. Por eso, al revisar las formas y las caducas ideas de ese cine que ya no existe, Anderson sigue persiguiendo lo mismo que con toda su filmografía anterior: enfrentarse a la historia de su país a través de su propio cine.