Posiblemente sea la película más oscura y desoladora de los últimos tiempos, y también sea uno de los filmes que mejor definen el momento presente, convulso y desolador.
La película de Debra Granik se atreve a bucear en las pantanosas aguas de una realidad esquiva a los ojos del primer mundo, pero que ocurre justo en su patio trasero.
A través del retrato desesperanzado de una joven sin oportunidades, obligada por las circunstancias a cuidar de toda su familia, Winter’s Bone habla a media voz, bajo un sinfín de fisuras, de fracturas argumentales, de aislamiento y de vacío, sobre cómo el poder de la voluntad en una sola persona es capaz de mover montañas, incluso cuando ésta transite por el mismísimo infierno.
Y lo hace basándose en los actos de un personaje que ya no existe, que desaparece antes de comenzar el relato, y cuya presencia fantasmal articula todo el discurrir de la historia. Un fantasma, un padre cuyos errores pasados empujan a su hija mayor a tratar de recomponer su historia en un mundo sin ley, en una patria sin valores donde el más fuerte establece su propia justicia y sus propias reglas. Ella contra el mundo.
Ree es la joven en cuestión, encarnada en una enérgica Jennifer Lawrence que confirma lo que ya aventuraba con su papel en Lejos de la tierra quemada: que su poderosa presencia física y sus no pocas dotes para soportar papeles de excesivo dramatismo son capaces de elevar películas como estas a un nivel diferente de intensidad y de autenticidad en lo que cuentan.
Y es que en el fondo, Winter’s Bone no deja de pertenecer a un cierto cine de nuestros días que se vanagloria a sí mismo de alejarse de las convenciones narrativas del cine comercial, y autoproclamarse adalid del nuevo estilo del “buen cine”. Se trata del mal llamado cine independiente, algo que nació en los años noventa y que murió allí, pero cuyo nombre ha acabado por transformarse en un género más de la vertiente comercial y por utilizar sus propias reglas, narrativas, rítmicas e incluso estéticas.
Lo que diferencia a la película de otros éxitos del género como Frozen River, (Courtney Hunt, 2008) con la que comparte no pocas similitudes, es la tensión que subyace bajo las imágenes, rodadas con brío, y excelentemente iluminadas por el operador, Michael McDonough.
Así pues, lo hermoso del filme es que no se limita a rodar lo que ocurre en su guión, medido y controlado hasta el paroxismo, sino en filmar con sublime inspiración algo más allá que escapa al poder de las palabras. La engañosa belleza de sus imágenes parece esconder en su interior todo lo mágico y aterrador del mundo, una esencia que permanece inalcanzable para muchos otros filmes.
Y se trata de una película importante para nuestro presente porque es capaz de contar, con una economía de recursos narrativos envidiable y con una contención asombrosa, un hecho inevitable que nos negamos a asumir. No hay un plano más elocuente en todo este año de cine que en la sencilla secuencia de cierre de Winter’s Bone: la certeza de que sólo hemos sido capaces de dejar como herencia un mundo incierto, un mundo derruido y sin moral para nuestros hijos, huérfanos de toda esperanza.