Valor de ley (Joel Coen, Ethan Coen, 2010)

Es bien sabido que los hermanos Coen se han visto siempre obligados a flirtear con la gran industria para poder construir sus ampulosas ficciones. Resulta sorprendente que, con el paso de los años, la pareja de directores haya terminado por compaginar trabajos cada vez más personales e ingobernables con meros encargos comerciales.

Ocurrió con el remake de Ladykillers (2004) y con su laureada No es país para viejos (2007), la que muchos hablan de ella como el film menos parecido a una película de los Coen, y ocurre de nuevo ahora con Valor de ley adaptando un material totalmente ajeno, si bien esa condición comercial no ha impedido nunca que esos productos sigan siendo considerados películas de primer nivel.

Se trata de un western atípico por sus devaneos argumentales, contado bajo la visión de una niña que trata de encontrar y ajusticiar al asesino de su padre con la ayuda de un sheriff de dudosa reputación por sus inevitables problemas con el alcohol.

Para un análisis objetivo de Valor de ley y situarla en su contexto adecuado, primero es necesario dejar algo bien claro: se trata de una novela de Charles Portis de 1969 llevada al cine un año después por el director Henry Hathaway.

Es decir, la novela ya tenía su propia versión cinematográfica, y no estamos hablando del Diario de Anna Frank ni de los textos inmortales de Shakespeare, sino de un libro que ya sufrió en su momento su propia transformación al medio del cine. La obra de los Coen, por lo tanto, no es más que un remake.

Y es un remake porque, aunque muchos se empeñen en alejarla de esa condición y defender que es una nueva revisión del libro que nada tiene que ver con la primera película, o aunque haya ligeros cambios en el guión con respecto al filme de Henry Hathaway o se respete el epílogo original de la novela, cada escena recoge inequívocamente la estela del Valor de ley original y evoca resonancias hacia ella, desde sus decorados hasta el trabajo de los actores.

Evidentemente el filme está lleno de detalles muy propios de los Coen, pues la película está realizada con toda su idiosincrasia visual y sus pequeños caprichos (sobrecogedora la aparición del hombre-oso). Desde luego tampoco estamos ante la reconstrucción enfermiza de Gus Van Sant con su Psicosis, copiando plano a plano el original de Hitchcock.

Pero todo remake termina revelando una verdad absoluta e inmutable: aún cuando la reescritura se realice en las máximas condiciones de excelencia, es imposible mejorar lo ya filmado. El valor del original es precisamente su condición primigenia.

Sí hay que hablar, sin embargo, de las nuevas virtudes de una película que quiere presentarse ante nosotros como algo totalmente nuevo, y evidentemente se trata de aspectos técnicos, los únicos capaces de evolucionar cuarenta años después.

El nombre propio inconfundible en esta película es el de Roger Deakins. El director de fotografía, habitual en los filmes de los hermanos Coen, ha venido aventurando desde los últimos diez años su hegemonía como pintor de imágenes únicas y el hecho irrefutable de que la potencia visual de sus trabajos acabe fagocitando cualquier otro aspecto de la película.

Deakins parte de su trabajo en El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (Andrew Dominik, 2007), que posiblemente sea la culminación de toda una vida dedicada a la búsqueda de una fotografía pura y perfecta. Valor de ley consiste en dar continuidad y perfeccionar esa idea de la luz y de la imagen a través de cada secuencia. No hay mejor oportunidad que ésta para reivindicar su figura.

Jeff Bridges, en otro papel memorable, hace olvidar incluso al John Wayne de la película original, precisamente porque es el único de la función que huye, deliberadamente, del trabajo del actor que ya encarnaba a su personaje en el filme anterior.

La película original se realizó en una época anacrónica a su estilo, en la que el western como género ya se había marchitado y el discurso crepuscular comenzaba a anunciarse. La nueva trata, contradictoriamente, de revitalizar el género a partir de ese mismo discurso crepuscular, quizás un homenaje a través del tiempo. El disfraz de homenaje no impide, sin embargo, reconocer que la película tiene todas las pretensiones del mundo.