Cesc Gay vuelve a irrumpir en el medio cinematográfico, y vuelve a dinamitarlo con ideas sencillas, de gran calado emocional, tan directas como su cine, fresco, original, sin complejos y con la falta de pretensiones que se respira en todos los grandes hallazgos.
El autor crea de nuevo, por tercera vez consecutiva, una historia en torno a unos personajes que interactúan entre sí y que tejen un enredo amoroso convencional pero nunca sin abandonar el buen gusto y la cercanía. No en vano, si algo caracteriza a Cesc como guionista es su habilidad para crear personajes cercanos y creíbles.Lo bonito de esta historia no es, en definitiva, la pequeña historia entrañable que cuenta, sino cómo lo hace. El guión propone que ese diario íntimo entre dos parejas se desvele no como una sucesión de escenas que recreen con exactitud esos momentos, sino como una recreación de la recreación.
Cine dentro del cine. Que la vida y el cine convivan en armonía y ayuden juntos a construir una historia, o al menos una convivencia entre ambas que confluya en una obra final, un collage de momentos que se entrecruzan y que se evocan a través de decorados, de bastidores, de cámaras que se alejan sobre sus raíles. Todas las maneras de contar son entonces posibles, todas las recreaciones son válidas, y cada una de ellas es, simplemente, un recuerdo subjetivo que varía en función de qué personaje esté evocando ese recuerdo.
La pequeñez de la historia, la sencillez de su planteamiento, la originalidad de su propuesta, la hacen irresistible. El localismo es lo único que ahoga muchos momentos preciosos, encerrados en una catalanidad que a veces se vuelve impermeable al espectador foráneo en lugar de servirle como contexto dramático. Barcelona se vuelve, una vez más en su director, en un personaje más que condiciona al resto.
Cuando una ruptura sentimental se recrea en el mismo coche en que fue realizada, tras el decorado del baño de una casa, cuando los momentos de ternura y amor son recogidos no en los personajes de la película, sino en los rostros de aquellos que ruedan la película ficticia, cuando un encuentro fortuito entre dos chicas que se odian es ilustrado tal como un western (a la euskera), y cuando la cámara por fin recoge con la misma importancia a los que están delante como detrás de ella, el cine toma su verdadera relevancia y lugar: el de un arte que renace, que despierta y se reinventa cada vez que un autor está dispuesto a poner todo de sí mismo en su obra.