Es sorprendente que esta termine siendo la película más sincera de François Ozon. Sorprendente, porque parte de un relato ajeno y, sobre todo, porque parece tratada bajo los códigos de un humor autoparódico absolutamente inédito en su filmografía. No es difícil averiguar por qué la novela de Ruth Rendell ha llamado la atención del realizador, pues en ella se condensan buena parte de los temas que le han fascinado siempre: la vida de un grupo de personajes después de la muerte de su nexo de unión, la puesta en crisis de los mecanismos sociales, la identidad personal o cómo se gesta el mal en el seno de una familia ejemplar.
El relato contiene todo ello envuelto en una sucesión de capas que se reflejan las unas en las otras y que terminan por construir un complejo tejido argumental. La película comienza con la amistad entre dos amigas resumida en una breve exposición de momentos anecdóticos. Tras la muerte de una de ellas, la protagonista del filme se compromete a hacerse cargo de la familia de la fallecida, un padre y una hija ahora solos en el mundo. La chica descubrirá pronto que el hombre acostumbra a vestirse de mujer para calmar a su hija, como si la presencia femenina generase en el bebé una extraña serenidad. Las motivaciones de este personaje travestido acaparan enseguida la atención del relato hasta convertirlo en el tema central.
Ozon no sabe acercarse a una situación así desde la ternura. Iría contra su propia forma de ver el mundo como cineasta. En su lugar, escoge aproximarse a sus personajes, al padre travestido y a su amiga cómplice, bajo un delicado tono humorístico que el director no controla con exactitud y que cae, en la mayoría de las ocasiones, en un peligroso ridículo. El filme parece querer reírse de la falta de sentido de muchas imposiciones sociales con respecto al rol de los hombres y de las mujeres; sin embargo, las imágenes no parecen proponer una lectura tan precisa. Quizás sea porque a Ozon también le interesa mostrar la perversión que sustenta en cierta manera la elección del hombre, en tanto que reconoce pronto que lo hace más por su puro placer que por contentar a su hija. Pero el tono del relato desdibuja las intenciones, buscando un equilibrio entre esa inquietud y una cierta naturalidad que nunca llega.
Lo que queda es una autoparodia que, de ser autoconsciente, acusa un exceso de contención y una ausencia de todo riesgo, tanto en la ética del argumento como en las formas de la película, que impiden despegar al filme durante sus vaivenes inciertos y caprichosos. El esperpento de algunas de sus imágenes remiten más a una cierta incapacidad para proponer una puesta en escena rotunda, que a esa supuesta intención autoparódica, una cualidad que convendría atribuirle a la película con el ánimo de no pensar en ella en los términos del despropósito.
La música de Philippe Rombi imita sin pudor alguno el procedimiento armónico y discursivo de Philip Glass en la banda sonora de Las Horas (Stephen Daldry, 2002), lo cual ahonda aún más en el desconcierto general. ¿Se trata de una elección autoconsciente, hecha con el ánimo de dinamitar los códigos del drama contemporáneo más anodino? ¿Se trata de un drama realizado con sorprendente desidia? ¿La nueva amiga intenta parodiar a sus coetáneas, o simplemente intenta boicotearse a sí misma poniendo en crisis todo su dispositivo de representación? Quizá la respuesta se encuentre en esa sinceridad de Ozon como cineasta, que se muestra incapaz de filmar con una ternura que su mirada nunca ha tenido, pero que también filma la resurrección de su personaje bajo un profundo respeto. Tal vez en ese respeto pueda hallarse la clave definitiva con la que descifrar esta compleja película, llena de recovecos perversos: si el cineasta cree tanto en la resurrección y nueva vida de su personaje, es porque considera que su vida anterior había sido una mentira. En ese sentido, Ozon ha filmado un epílogo en el que tiene fe absoluta y una película completa en la que nunca creyó.