Un método peligroso (David Cronenberg, 2011)

La pulsión de David Cronenberg sobre los instintos humanos es tan antigua como su propia manera de hacer cine. En el deseo de mostrar los rincones más ocultos del alma humana se ha centrado siempre una cámara que ha sabido filmar durante toda su carrera de una manera contenida pero también apasionada.

Puede que el argumento de Un método peligroso sea bien parecido al de Inseparables, pero quizás el contexto histórico del presente drama sea lo que confiera a esta la cualidad de piedra angular dentro de la filmografía del realizador. Cronenberg, que siempre se ha movido en los límites del cine comercial y la libertad creativa del cine de autor, encuentra en el “basado en una historia real” el sendero definitivo que por fin le lleva a orquestar una de las más perfectas recreaciones sobre sus obsesiones preferidas como cineasta.

Por extraño que pueda parecer, Un método peligroso evita constantemente caer en los tópicos de la película de época, si bien su momento histórico está delicadamente representado. La relación entre los tres personajes principales no tiene sentido unilateralmente, por lo que el mayor incentivo de la intrincada trama protagonista serán también los tres actores. Un tour de force interpretativo continuo hacia el que la película se encamina descaradamente, como ya hiciera la adaptación de Las amistades peligrosas, también de Christopher Hampton.

Keira Knightley protagoniza buena parte de los planos de la película. Su importante papel, catalizador de todos los encuentros de los personajes, y la acostumbrada lánguida presencia que participa exclusivamente en películas de época, son los elementos visuales que proveen de inefable identidad a la película. Su personaje, Sabina Spielrein, inicia una terapia que sirve de premisa inicial. Se confunden entonces el retorcimiento, el embrutecimiento o el gesto grotesco como si implicasen de por sí una buena actuación. 

En el trabajo de Michael Fassbender, sin embargo, ocurre una transformación que tiene su origen en el interior del actor, y que se exterioriza sólo a través de la voz y no en su manera, también contenida, de gesticular y de moverse. El contrapunto perfecto a la sobreactuación de su compañera que, si bien su personaje bien necesitaba de cierto histrionismo debido a su enfermedad, refleja la imposibilidad de la actriz de mantenerse al nivel de intérpretes de gran categoría.

En Sigmun Freud, en Viggo Mortensen y en su representación de la celebridad histórica, decae finalmente el controvertido éxito o el descalabro final de la cinta. La recreación de Freud oscila siempre entre el mito y la caricatura, y en la imposibilidad de filmar al personaje con naturalidad, cayendo siempre en uno de esos delicados y peligrosos extremos. La cinta entonces se tambalea, por momentos adquiere una fuerza que la sitúa entre los límites de las grandes películas del género histórico. En otras secuencias, sin embargo, la impostura resulta evidente, la representación se vuelve nimia, carente de sustancia. La caracterización pretende ser tan poderosa que, a veces, recordar que se trata sólo de Viggo Mortensen con barba hace que todo el edificio se desmorone por completo.

La manera de filmar de Cronenberg se ha vuelto cada vez más estática en cuanto al movimiento de la cámara, siempre enclavada en el plano fijo. Pero a través del montaje como su herramienta narrativa más poderosa, una película suya nunca ha tenido tanto movimiento. ¿Plano sobre contraplano? Mucho más que eso. La puesta en escena está siempre concebida bajo tres encuadres diferentes que se intercalan durante la secuencia con precisión geométrica, eco tal vez de esa relación también a tres bandas entre los protagonistas de la película. La música de Howard Shore se pliega al plano, se funde con él. Tal vez sea el mejor trabajo del compositor en sus últimos años en tanto que sabe adecuarse a las imágenes con las que convive.

Cine contenido, de una acidez evidente, de una inteligencia palpable, de un rigor histórico enternecedor. Entre la representación teatral, el drama histórico y el estudio de las obsesiones humanas más oscuras, David Cronenberg filma una nueva pieza maestra, una obra que en otras manos sonaría del todo ridícula. En manos del autor, sin embargo, el drama de época es lo de menos. Lo importante es cómo consigue ser perturbadora e inquietante sin esfuerzo aparente.