Es abrumador contemplar cómo el cine de animación de los grandes estudios ha terminado por establecer una brecha insalvable para aquellas películas pequeñas que desean trascender y tratar de hacerse también con el público. Los gigantes de la industria han empequeñecido, aún más, a las productoras de bajo presupuesto, y han impulsado a su vez a aquellos que se lanzan a la aventura inspirados por las grandes películas. Un enorme hormiguero vigilado por elefantes inamovibles.
Un gato en París no deja de ser una película ambiciosa en cuanto a su factura artística, pero la pequeñez de su formato y la simpleza de sus planteamientos la convierten en una más de esas pequeñas e intrascendentes obras a las que termina costando acceder a encontrar en una sala de cine.
Su premisa inicial resulta de lo más sugerente. Un gato como nexo de unión entre una comisaria de policía y un ladrón, personajes profundos y bien perfilados. Un gato que une las diferentes historias que plantea la película y que terminan confluyendo tal y como en el cine francés del presente en el que las historias cruzadas son un recurso cada vez más común y perezoso.
A través de un dibujo cuidado y original, con influencias tomadas de un buen número de pintores franceses destacados del pasado, la película despliega todo su talento visual y sus divertidas ideas, que no son otras que decisiones que huyen de lo convencional y trazan la originalidad como punto de partida y como objetivo absoluto.
El problema llega cuando ese arte de lo visual se confronta a las necesidades de desarrollar un argumento demasiado encorsetado. Cuando alguien debe hablar el dibujo se paraliza, se ralentiza, se hacen los silencios incómodos que ahogan a la película. Cuando un personaje debe expresar sus emociones mediante gestos, el diseño abstracto de sus rostros parece impedírselo. Cuando la omnipresente música se detiene, desaparecen con ella el ritmo y el dinamismo de la historia.
A pesar de tratarse de un relato bien hilvanado y de bella factura técnica, su simpleza argumental y esa confrontación entre lo visual y lo narrado relegan la película a un territorio para los más pequeños, esos espectadores que no han temido nunca embelesarse con las imágenes de la pantalla y olvidar todo cuanto ocurre en ellas. Quizás al aprender de los niños entendamos por fin que en el cine, como arte pictórico, como arte narrativo, como el arte definitivo de lo visual, no sólo es importante lo que se cuenta sino, sobre todo, cómo se cuenta.