Mientras el mundo miraba hacia otra parte, Federico Moccia ha construido un imperio. No sólo es el autor de novelas de un éxito que convendría estudiar y cuestionar, sino que además se ha atrevido a dirigir sus adaptaciones cinematográficas, cuando ya había quedado patente su incapacidad para hacer cine durante los años ochenta.
Hasta ahora sus lectores se han amparado en la necesidad de encontrar buenas historias de amor en los libros del presente, como si el mercado impusiera al best-seller del momento como la única alternativa posible de lectura. Existen mil y un relatos románticos por encima de este, pero ay de aquellos autores que no cuenten con el fanatismo irracional de toda una generación, pues sus publicaciones serán ignoradas.
Lo cierto es que no importa tanto que las novelas del italiano sean mejores o peores que las novelas que compiten en su género. La alarma salta en realidad cuando Moccia desea retratar el mundo juvenil del presente y dotarlo de aventuras y a la vez de moral, cuando en el fondo lo que consigue es fomentar, a través de su discurso, muchos contravalores y cierto ensimismamiento en la forma de experimentar la pulsión amorosa. No se puede dotar de enorme glamour a peligrosas carreras de motos durante todo el relato y mostrar en un breve apunte final sus funestas consecuencias. No se puede vender como la mayor historia de amor jamás contada el juego de elección irracional entre dos adolescentes. Ese es el auténtico peligro.
Pero “es lo que ocurre en la actualidad, así son los jóvenes y esto es lo que la gente pide”, y con esa frase aparentemente lapidaria creen muchos que termina la responsabilidad de aquellos cuyo mensaje trasciende en el público de masas.
Indudablemente son los lectores, en última instancia y por derecho propio, quienes deben juzgar el mundo de las palabras. Al cine lo que es del cine. Encontramos aquí una adaptación española, llena de pequeñas libertades, de la novela homónima del escritor. Una película que se limita a moldear la experiencia del libro para que encaje en la cultura del espectador de un país vecino. Un filme que, además, es una indiscutible muestra del orgullo patrio con que están hechas las grandes producciones españolas, una vanidad que al mismo tiempo no se avergüenza nunca de ofrecer una banda sonora en la que sólo uno de los temas musicales que suenan está escrito en el idioma propio.
Es muy difícil identificar, hoy en día, cuándo estamos viendo una buena película y cuándo un filme mediocre. El nivel visual capaz de alcanzar una película de mediano presupuesto es asombroso. De hecho, no sería descabellado afirmar que Tres metros sobre el cielo tiene la mejor factura técnica de las películas españolas de su año de producción, y aun así la afirmación no llevaría implícita la deducción lógica de encontrarnos frente a un gran filme. Todo se vende como ficción inofensiva sin que nadie se detenga a pensar en las peligrosas consecuencias educativas de lo que ocurre en la pantalla.
Hemos creado una industria en la que la formación profesional crea estándares de producción pero no sabe orientar al narrador. Todos saben componer un plano, hacer que el cine parezca más cine de lo que nunca hayamos podido contemplar. Pero de sacar un sobresaliente en la universidad a crear arte de verdad hay años luz. ¿Cuántos de ellos saben componer una historia? O más allá incluso, ¿cuántos se han atrevido a aportar su identidad personal? Un profesional formado sin una personalidad formada jamás podrá crear una obra con interés.
Resulta de importancia señalar cuáles son esas disciplinas que forman el excelente empaque visual de la cinta, así como aprender a detectar cuándo se utilizan sus elementos de manera errónea como único modo de evidenciar la verdadera vocación del producto, una grieta que cada vez se encuentra mejor disfrazada.
Así, Daniel Aranyó, el espléndido fotógrafo de las tristemente célebres High School Musical, ofrece aquí un trabajo de iluminación impecable. Tanto es así que se convierte en el principal culpable de que la película tenga la textura épica que parece albergar la permanente belleza visual de sus imágenes. Sin embargo la historia que filma le obliga a moverse siempre entre los tópicos: las escenas nocturnas son para los momentos de peligro, o para el romance secreto que se vive a modo de travesura, mientras que el día sólo aparece para dar rienda suelta a las citas más románticas y los paisajes más bucólicos. Contrastes que hacen monótona una propuesta visual que tiene no pocas virtudes en lo técnico, pero que narrativamente podría asemejarse a la de un autómata.
Manel Santisteban en la música es el otro nombre propio de la dimensión técnica de la película, siempre que la recargada selección de canciones foráneas le permite desarrollar sus temas sinfónicos. Este es, también, uno de los trabajos más brillantes de su año, con un tema central apasionado y una orquestación elegante y poderosa. Sublime música, aunque también es sencillo reconocer las grietas por donde lo artístico revela la vanidad de unas ansias de lucimiento que dan al traste, una vez más, con la lógica narrativa. Temas principales que aparecen, ya con todo su esplendor orquestal, a los dos minutos de metraje. No hay lugar para la progresión, ni discurso posible. Todos los elementos del filme creen estar anclados en un clímax continuo. Por eso los momentos importantes suenan grandilocuentes y los tiempos muertos parecen ridículos.
Pero no son estos mínimos detalles los que ahogan la película, pues de toda expresión artística puede encontrarse un argumento que invalide alguno de sus planteamientos. Lo que supone un auténtico escollo para Tres metros sobre el cielo es su historia de partida, que genera una película construida en torno al absurdo como moneda de cambio, que trafica con la palabra amor como si fuera una atracción de feria y que hace sonrojar a cualquier espectador que no esté comprometido con el fanatismo de un producto que no podrá superar nunca sus aspiraciones de placer culpable.
El cine ni siquiera consigue hacer creíble una premisa tan sencilla como la que intenta proponer Tres metros sobre el cielo. Tomemos la película de manera aislada, sin el tramposo refuerzo del texto de la novela. ¿De verdad se enamora su protagonista para intentar escapar de una vida semejante a la de su madre, tal y como argumenta en uno de sus diálogos? ¿De verdad consiste en eso el amor verdadero?
Un guión definitivamente absurdo, propio de la estructura del telefilme (no en vano estamos hablando de literatura italiana de consumo masivo) y que no se avergüenza de fomentar en su relato ciertos comportamientos machistas, que acierta en la composición del trasfondo del personaje masculino (para justificar aquellos comportamientos) pero que a cambio entrega diálogos ridículos, falta de profundidad y personajes estereotipados que empujan a su joven elenco a interpretaciones muy pobres.
Tarea titánica la de señalar con el dedo a estos productos, que se venden como el evento del siglo y que sus seguidores enmascaran como un mero placer culpable. El problema es que, en el fondo, este tipo de eventos se convierten en la única manera de acercar a ciertas personas hasta la experiencia del cine. ¿Cómo seremos capaces de tumbar luego aquella perezosa afirmación de que “el cine está fatal”?