To the Wonder (Terrence Malick, 2012)

Al principio no hay historia, sino un par de tímidas frases escritas sobre el papel. El director insiste en que los actores no tengan acceso al guión completo, sólo a la página que van a rodar ese día, pero muy posiblemente ese guión no exista. Hacia esos radicales planteamientos se ha dirigido el cine de Terrence Malick, que entiende el montaje como principal herramienta narrativa desde donde encontrar la película y no desde un proceso de rodaje entendido como puro proceso de experimentación, más cercano a la experiencia de componer un lienzo que al de filmar una hoja de ruta.

Si la película comienza a gestarse realmente una vez ya ha sido filmada, filosofía totalmente opuesta a la del concepto tradicional del cine, ¿serviría aproximarse a To The Wonder bajo una mirada crítica tradicional? La frivolidad y el juicio ligero del espectador contemporáneo sólo han fortalecido las barreras y ensanchado el abismo respecto a un autor que añade nuevas páginas y frases en cada jornada de trabajo, lo que le ha permitido alcanzar una sublimación estética y un tono espiritual que, posiblemente, no hubiese obtenido de haber seguido el procedimiento industrial de una producción cinematográfica, y al mismo tiempo le ha valido la condición de cineasta caprichoso (poco menos que un inútil, si se le pregunta a aquellos actores que han trabajado con él y que sin duda preferían que el realizador se hubiese dedicado a filmar una celebración de su presencia en lugar de una obra de arte).

Del mismo modo que no puede enfrentarse un poema bajo las mismas herramientas críticas que con una novela, aquí conviene advertir que no existe, ni puede existir, un desarrollo de personajes en tanto que no existen como tal, sino que sólo hay figuras, casi una interpretación libre de los modelos de Bresson. Esos actores son, en realidad, herramientas que ayudan a componer el plano, a materializar los pensamientos del poeta y a definir la representación visual a través de algo que se asemeja a un hilo conductor, pero que resulta esquivo. Que el discurso provenga de los gestos, nunca de la acción ni de las decisiones argumentales. Quien busque una representación romántica está perdido. Las imágenes buscan aquello que subyace bajo el ser mientras está teniendo lugar esa experiencia vital.

Es la primera película de Malick en terreno contemporáneo y, también, la más alejada de la naturaleza, cuya ausencia constante se convierte en un grito ahogado. Si la última parte de la obra del director se ha centrado en una sublimación del espíritu humano y en celebrar el encuentro con la gracia, To The Wonder plantea el reverso: una puesta en crisis a partir de la ausencia de un encuentro con lo divino y de la cantidad de preguntas sin respuesta. Las figuras de Malick están ciegas, han perdido el sentido de la vista (algunos incluso, como Ben Affleck, ya ni siquiera pueden hablar) y su constante agonía por encontrar sentido y respuestas los ha convertido en fantasmas. Ya son incapaces de ver la gracia a través de sus ojos, ni siquiera volviendo a la naturaleza o aparcando en medio de una manada de animales. Ya los atardeceres no son crepusculares, ni el sol sobre las copas de los árboles. El lenguaje del mundo parece haberse vuelto impenetrable. La creación parece haber dado la espalda al ser humano.

Pero en realidad es un camino de búsqueda. El camino hacia el asombro, de ahí el título de la película. Y se trata de un camino compuesto por tres actores porque, en realidad, aquellos aparentes protagonistas de un relato frustrado forman parte en realidad de un mismo ser, como si se tratasen de una improvisada santísima trinidad. El espíritu representado en Olga Kurylenko, convertida aquí en musa, que se mueve por la pantalla y experimenta con absoluta libertad, tratando de buscarse. El padre, un Ben Affleck que observa y que pocas veces actúa. Alguien que aparece siempre acompañado de otro actor, como si cuidara de él. Y el hijo, un Javier Bardem entregado al contagio de un sentimiento religioso que dé sentido a otras personas a pesar de su propia crisis de fe.

De modo que en aquel deambular de actores “sobre” las imágenes, y no a través de estas, quedan superpuestas e intercaladas con la intención de representar a aquel que en realidad narra, una triple dimensión del ser convocada de manera fragmentaria y compuesta de pequeños destellos para poder hablar de la necesidad del amor como auténtica respuesta divina. Una respuesta que no se nos revela, sino que aparece a partir de nuestra propia entrega. De ahí la llegada y el desvanecimiento de un personaje como el de Rachel McAdams, al que el hombre no puede amar (Ben Affleck) en tanto que el espíritu no ha aprendido a hacerlo (Kurylenko) porque el dolor de la experiencia vital hace dudar aún de ese amor como significado final de la existencia (Bardem).  

Palabras trascendentes para una película trascendente. Un arriesgado salto al vacío que prescinde ya de toda vocación narrativa. Sólo el atrevimiento y la controversia que genera su naturaleza impenetrable ya valen la pena. La frustración que genera la película viene de esa puesta en duda de toda convención, de su carácter esquivo y virulento, casi como si fuera el comentario sobre otra película a la que jamás tendremos acceso. Es la obra más terrenal, la más carnal de todas las que forman el corpus de Terrence Malick, y al mismo tiempo la que más preguntas plantea. Si El árbol de la vida era un trabajo sinfónico que intentaba abarcar el mundo, esta Sexta Sinfonía bien podría ser un ensimismado discurso en tres movimientos para violonchelo solista, el instrumento más cercano a la voz humana. En su pequeñez, la ambición de To The Wonder es aún más monumental que las intenciones de su hermana mayor. En ella descansa la lánguida voluntad de intentar entender al hombre.