Thor: Ragnarok (Taika Waititi, 2017)

Korg es una roca alienígena. Un imponente ser de piedra que va a servir en este filme de continuo desahogo cómico, tanto por su simpática forma de hablar como por las ocurrencias que comparte con el resto del reparto. Se trata de un personaje digital pero su voz pertenece, en realidad, a Taika Waititi, nada menos que el director de la propia Thor: Ragnarok. Parece una broma anecdótica, pero la película al completo podría explicarse a partir de este gesto.

Para hablar de esto en profundidad, es necesario viajar a un título anterior, Lo que hacemos en las sombras (2014), falso documental sobre una familia de vampiros que compartían piso. Allí la ocurrencia simpática era el fin, nunca el medio para contar algo más. Cada secuencia quedaba condicionada a exhibir lo divertido que se estaba siendo. Es algo muy distinto a integrar el humor como lenguaje con el que poder avanzar hacia algún lugar, y desde luego el resultado de este segundo planteamiento está lejos de la vanidad sobre la que se construye el primero. Aquella necesidad de celebrarse a sí mismo como manera de vender una notoriedad que las imágenes no tienen cristaliza aquí en otra necesidad, esa en la que el director necesita colocarse en primer plano para ser él, y no otro, quien recite las mejores replicas de la función.

Esa inercia que conduce a remarcar la comicidad del asunto implica dos cuestiones graves: una, que no hay espacio para que quien contempla la película pueda decidir por sí solo si aquello es divertido o no, porque es el propio filme quien ha decidido proclamar su genialidad. Y segundo, que cuando el chiste se sitúa en primer plano propone, al mismo tiempo, una cierta permisividad con todo lo que se sitúa alrededor y que en realidad debería tratarse con el mismo cuidado: poco importa que el combate entre Hulk y Thor termine rehuyendo de ser la gran escena que haya podido dar el universo Marvel hasta ahora, que Cate Blanchett no disponga del tiempo suficiente para que su personaje pueda llegar al límite de sus posibilidades, que el Ragnarok que da título al filme quede despachado en apenas un minuto, que no se relate el interesante exilio de Heimdall porque allí no hay humor posible o que el propio personaje de Thor quede pobremente desdibujado entre tanto personaje secundario.

Lo que parece importar es ver cómo un monólogo enfurecido del protagonista termina con un balón golpeando en su cara tras rebotar en un cristal o, dicho de otro modo, atribuirle a la película la virtud de una cierta valentía por boicotearse a sí misma en cada escena. Pero la autoconciencia no implica valentía por sí misma, y ese rehuir continuo es sistemático, nunca es la propuesta hacia nada nuevo sino algo que termina deviniendo en costumbre, ya sea haciendo tropezar a sus personajes para buscar la comicidad o teniendo que rendir cuentas con el universo Marvel por esa necesidad obsesiva de hilar todos los filmes entre sí. De modo que tras la superficie de esos gags no se esconde ninguna otra cosa. Ocurre lo mismo que con la única escena en la que coinciden Thor, Loki y Odín: un fondo digital bastante mal resuelto pretende describir un hermoso acantilado sobre el que conversan padre e hijos. Es evidente que los actores no están allí: igual que no hay fondo, se trata de la metáfora definitiva para atreverse a pensar que, en realidad, la película tampoco está.