La vendedora de fósforos (Alejo Moguillansky, 2017)

“Si no hay personajes cantando, no es una ópera”, exclama una pareja que acaba de
conocer la nueva composición de Helmut Lachenmann, basada en el cuento de la
pequeña cerillera de Andersen. Y así, desde el comienzo, esta pequeña y tierna película
deja claro su deseo de compartir sus inquietudes, sus limitaciones, su deseo de
interrogarse constantemente para poder hablar de la relación con el arte como pura
experiencia de aprendizaje.

Ellos intentan descifrar el misterio como pueden: tratan de entender la nueva ópera
estudiando su estructura, su argumento, pero hay algo que parece esquivo. Leen el
cuento infantil para comprobar si puede ser la misma experiencia… Pero todo se precipita
cuando tocan el piano. “Te sentís atraída”, afirma una pianista anciana cuando ejecuta un
acorde concreto. No hay rastro de la narración, el argumento ha desaparecido, sólo queda
la abstracción pura del sonido y lo que éste es capaz de desvelar. No hay escenografía, ni
siquiera hay grupo de instrumentistas porque la Orquesta Estable del Teatro Colón se ha
declarado en huelga durante los ensayos. Sólo hay un piano que traduce emociones
concretas a través de los sonidos. Pueden verse los entresijos que ocurren más allá de
las bambalinas como si el propio arte extendiese sus brazos a su alrededor contagiando
todo lo demás, al igual que ocurre cuando la anciana termina de tocar y deja que el sonido
del piano se extinga por sí solo.

La intérprete María Villar se permite comparar los graves y los agudos de la orquesta con
la política: los cimientos y también las voces más distinguidas suenan a ideologías
alzando su voz. El deseo de la pianista por “desenmascarar a esa tirana llamada armonía”
se convierte así en un gesto que va más allá de lo musical, tal y como el piano en el
interior de la furgoneta, camino a otra parte, parece convertir el arte en un arma, en un
personaje más, pues si no son personajes los que atraviesan la pantalla, ¿sigue siendo
acaso cine? Esta es la virtud de la película de Alejo Moguillansky: jugar con lo mismo que
cuestiona, partir de ese juego para poder aprender juntos.

Esta es una película travesada por la música, y por el exceso de ella. El clave bien
temperado, obra fundacional de Bach, se repetirá durante el relato: primero como
elemento introductorio, como fondo amable con el que iniciar el aprendizaje, después
sonará como farsa y finalmente como himno con el que volver a empezar, como gesto
sonoro que exprese el eterno retorno. Así es como los sonidos se apoderan del relato tal y
como, a veces, lo hacen también las grandes citas literarias y las reflexiones en voz alta.
La banda sonora de Hasta que llegó su hora (Sergio Leone, 1968) suena como apertura y
como cierre del filme, sólo que en formatos distintos: primero desde el televisor de una
cafetería, luego desde un simple tocadiscos. Pero la emoción es la misma, y la idea de
que el arte es nuestra única casa terminará sobrevolando esta historia de búsquedas y de
sentidos.

La vendedora de fósforos, con su amor por un idioma multidisciplinar, implora un arte en
el que refugiarnos, uno que se haga cargo de nosotros. Lo mismo ocurrirá con la hija de la
pareja, que terminará siendo acogida por el Teatro Colón. Poco antes ha podido vivir la
experiencia de encender una cerilla, el mismo gesto del cuento infantil pero también otro
gesto simbólico: como aquel sonido de piano que se extiende hasta el infinito, que la
chispa del arte sea capaz de iluminar a su alrededor hasta contagiar a otros. Mientras, la
niña repite sin cesar: “Encenderé otro fósforo para seguir viendo cosas hermosas”.

 

*Publicado originalmente en Caimán. Cuadernos de Cine, número 66 (117), diciembre de 2017.