The Artist (Michel Hazanavicius, 2011)

Han pasado más de cien años desde que aparecieran las primeras imágenes en movimiento como parte del nacimiento de un nuevo arte. El cine mudo fue una necesidad, no un capricho. Fue lo único a lo que podían aferrarse aquellos nuevos artistas llamados cineastas intrigados por las posibilidades expresivas de la composición de imágenes en tanto que fieles narradoras de una realidad imposible.

Imágenes sin sonido. El cine dio sus primeras obras maestras cuando el simple hecho de rodar cada secuencia implicaba un descubrimiento, cuando cada plano era un hallazgo acerca del potencial de aquel arte en ciernes. El hambre agudizó el ingenio. La imposibilidad del diálogo o del mero sonido generó las más brillantes e inimaginables maneras de contar una historia lo mejor posible. No importaba el modo de narrar, todo era absolutamente nuevo.

Hasta ahora, dos películas por encima de todas las demás habían tenido la osadía de hablar de la transición entre el cine mudo y el sonoro erigiéndose como documentos históricos cuando en realidad tenían mucho de ficción. Cantando bajo la lluvia (Stanley Donen, Gene Kelly, 1952) retrató en un musical los avatares técnicos y artísticos de una profesión que mutaba de manera violenta y radical, y El crepúsculo de los dioses (Billy Wilder, 1950) filmó la historia del actor de cine mudo que cae en desgracia, de aquellos a los que todos empezaron a olvidar.

Los hallazgos en The Artist, sin embargo, son contemporáneos. Decisiones técnicas y movimientos de cámara que tienen más que ver con el presente del cine que con el pasado, por mucho que esté rodada en blanco y negro y bajo un formato anacrónico. La representación en la película sólo es un pastiche estético disfrazado de entrañable homenaje.

Una estrella del cine mudo que encuentra su ocaso en la llegada del sonoro. Ascensión y caída. Su aletargada fase de crisis, que ocupa casi todo el metraje, no es tan brillante ni imaginativa como las escenas del comienzo, pues en ella los referentes utilizados (Orson Welles, Griffith, Capra, Donen, incluso Wilder) acaban engullendo el relato y convirtiendo los planos en un juego de espejos e imitaciones verdaderamente peligroso. Planos y movimientos de cámara imposibles en la época muda desvelan la impostura de lo representado. The Artist, o el concurso de crear una película evocando un plano célebre de la historia del cine en cada secuencia.  

El resultado es otra osada película de las que se atreven a hablar de la historia del cine, pero esta vez bajo un tono displicente, amable y siempre sonriente. Se trata de una película encantadora. Todo está medido hasta el extremo para encantar, hechizar, obnubilar, para producir la agradable sonrisa del perfecto divertimento. Sin embargo, y a pesar de su ambición, quizás por esa autoconciencia de frágil artefacto, de delicada edificación y empujada por ello a una excesiva corrección nada en ella trasciende. La película resulta sorprendentemente inofensiva.

¿Es mejor una película por hablar de un período histórico que de una ficción? ¿Es más inteligente por incluir innumerables citas cinéfilas? ¿Es una película buena sólo porque nos recuerda a las grandes experiencias que nos ha dado el séptimo arte? Conduce la memoria a las grandes películas, a los grandes momentos, pero ella no los tiene. Desde luego, este es el año en el que los proyectos se magnifican sólo porque nos recuerdan a lo que ya no existe, ya sean los héroes que poblaban nuestra niñez (Las aventuras de Tintín: el secreto del unicornio, Steven Spielberg) o justificando su existencia sólo porque calcan los modelos de nuestra infancia (Super 8, J.J. Abrams). 

Los mejores momentos del filme pertenecen a ese contexto del metacine, de cine dentro del cine, donde acaba encontrando sus más interesantes reflexiones. George Valentin rueda la misma escena una y otra vez, pero sus pensamientos están en otro lugar. Quizás sea la mejor secuencia, en tanto que elabora un hermoso juego entre realidad y ficción, y en el punto en el que estas terminan por encontrarse. O de repente, en el contexto del cine mudo, un vaso se encapricha en generar un sonido cuando se deposita sobre la mesa. Todo tiene sonido de repente, excepto la voz del protagonista.

En su película, George Valentin cae en arenas movedizas y se hunde inevitablemente, tal y como le está ocurriendo en un mundo real que ya no le necesita. ¿Mundo real? Mundo de la ficción, pero una ficción que a su vez construye su propia realidad alternativa. Cine dentro del cine y también una necesaria realidad dentro de la ficción. O cuando Peppy Miller imagina que en la chaqueta del perchero se encuentra el amor de su vida abrazándola. Buster Keaton, Chaplin, cine mudo construido a partir de los referentes históricos, a partir de la imagen que la historia forjó para sí.

Jean Dujardin se muestra elegante en su papel protagonista, magnético, recuerda al mejor Gene Kelly, incluso se da ciertos aires de galán propios de Clark Gable. ¿Se trata de una actuación sobresaliente? Su caracterización estética tiene mucho que ver en una interpretación provista de no pocos momentos de lucimiento, pero es un hecho incuestionable que el tener una sonrisa espléndida siempre dispuesta a rubricar cada secuencia no implica que el trabajo sea magnífico.

Bérénice Bejo es chispeante, siempre vivaz, inspiradora, aunque también ayudada por su papel, más activo que el protagonista que se limita a reaccionar ante lo que le va ocurriendo. Uno de los mayores éxitos de la película es su labor de casting en los dos actores principales. La presencia de estrellas en el cartel hubiese echado a perder buena parte de ese encanto y frescura que respira la cinta.

Ante la necesidad de un cine sin sonido, los rótulos explicativos se convertían en un arte, en una parte esencial sobre cómo enriquecer las imágenes que se estaban proyectando. Pensar en los rótulos de cualquier película de Chaplin como ejemplo resulta revelador, cuyas palabras disparaban múltiples lecturas. La capacidad incendiaria de las frases de Eisenstein, la desesperada sensación de lo inevitable en los textos de Murnau. Lo que ocurre aquí, por el contrario, resulta impertinente en numerosas ocasiones, poniendo en evidencia nuevamente su condición de frágil e ilegítima representación de un tipo de cine al que la película ya no pertenece.

Tal y como ocurre con los sentidos cuando carecemos de uno de ellos, la música se convierte en la protagonista y brilla más de lo que hiciera cualquier banda sonora contemporánea. Es muy hermosa la partitura de Ludovic Bource, brillantemente orquestada pero, ¿es por ello mejor que el resto? Sentimientos primarios, música previsible, una fórmula popular al servicio de una película disfrazada de brillante sofisticación. De factura impecable y de espíritu elevado, su uso exhibicionista sin embargo la relega al mismo papel circense que pudiera tener el perrito que acompaña al protagonista.

Hay por tanto que dejarse maravillar por The Artist, pero siempre bajo su condición de película pequeña, no tomándola como una obra maestra. En el momento en el que la consideremos como una película gloriosa ya no sabremos percibir dónde se encuentra el verdadero arte. Es este un entretenimiento de altura, un relato universal escrito con especial elegancia, con encomiable buen gusto. Un relato hermoso y enternecedor. Lo que la desvela como una película menor, en cambio,  es cómo un filme que habla sobre uno de los períodos más apasionantes de la historia del cine termina siendo poco memorable.