Restless (Gus van Sant, 2011)

Para entender el cine de Gus van Sant, hay que saber moverse entre sus dos maneras de hacer películas. La primera se mueve en los márgenes del cine comercial y se pliega a ciertos cánones formales para contar algo que le interesa. La segunda, financiada siempre por la primera, explora con extrema crueldad su tesis sobre el final del cine y la imposibilidad de encontrar relatos realmente nuevos.

Restless obedece al primer modelo, a lo puramente comercial, aunque a través de su temática y la manera en que está filmada puede que ofrezca algunas pistas. Si Paranoid Park suponía un epílogo magistral como colofón a su trilogía sobre la muerte, Restless quizás pueda ser un entrañable anexo que reitera las mismas ideas.

La historia de amor planteada aquí empieza a la manera de Harold and Maude (Hal Ashby, 1971), con dos jóvenes que se conocen asistiendo a funerales de gente desconocida, por pura diversión, por curiosidad. El romance termina convertido en melodrama por la enfermedad terminal de uno de ellos.

Los padres de Enoch, el chico protagonista, han fallecido, y su mejor amigo es un fantasma. Enamorado de una chica condenada a morir joven, la imposibilidad de concebir nuevos relatos en van Sant adquiere aquí un matiz diferente. Existe un deseo de construir una nueva historia a pesar de la muerte anunciada constantemente.

Restless es un auténtico vagar de fantasmas. La película apela al idealismo y a conservar un aliento de esperanza en todo momento que nos empuje a maravillarnos con la grandeza de lo vivido. Su tono, sin embargo, es del todo crepuscular. No hay esperanza posible, y todo suena a un tierno y ensimismado adiós a todas las cosas.

La belleza de las palabras o de los sentimientos no evita que los personajes sean, en el fondo, almas condenadas a que sus sentimientos más puros se pierdan en el vacío del plano, en el que Harry Savides ha sabido fotografiar la oscuridad de la desesperanza dejando relucir en ella algunos rayos de luz que aparecen con timidez en ocasiones.

Lo más dulce de la propuesta es posiblemente esa confrontación entre el tono amargo de todo lo que acontece y el optimismo, romántico de idealista, de su pareja protagonista, que se convierte en invencible a través de sus soñadoras convicciones. Mia Wasikowska, también dulce, reivindica la elegancia de su figura, su arrolladora presencia en pantalla y  que se encuentra ya a la altura de su sobrevalorada compañera de generación, Carey Mulligan. El diseño de vestuario la convierte en una pequeña Audrey Hepburn que agradece todo cuanto tiene en sus últimos momentos.

El mensaje del realizador, en tanto que cineasta, vuelve a ser el mismo: construir historias nuevas es del todo imposible. Todo se acaba muriendo. En esta historia, sin embargo, ensimismada y cargada de un idealismo que puede no caer en gracia a todos los públicos, el director se atreve por primera vez a plantear esta cuestión desde la visión del ser humano, del deseo de rememorar lo vivido como un auténtico privilegio. En el último segundo de metraje, cuando ya no quedan palabras, cuando sólo hay recuerdos y el plano se vacía, sigue existiendo una sonrisa.