Paul (Greg Mottola, 2011)

Hace ya tiempo que la generación de los ochenta viene a realizar sus propias películas, una generación que ya poco tendrá que ver con la herencia del cine clásico. Si en Europa la Nouvelle Vague ha terminado por ser considerada para muchos el cine clásico de nuestro presente, en América la cultura popular parece haber atribuido ese período clásico a las primeras y sorprendentes obras de los Spielberg, Scorsese, Lucas, Coppola y compañía.

Ahora el cine lo hacen aquellos niños que vieron E.T. en su estreno, los que se maravillaron con Indiana Jones o con Star Wars, los que concibieron Apocalypse Now como la mejor película de todos los tiempos o Taxi Driver como el mejor cine de autor posible. Ahora, la historia del cine la escriben ellos.

Para muchos, por tanto, el cine sólo significará la posibilidad de recrear lo imaginado en la pantalla, de hacer tangibles mundos maravillosos, escenarios imposibles. El cine entendido como juego y nunca como un arte de la madurez. El cine entendido como ejercicio de nostalgia acerca de la irrecuperable primera experiencia frente a una gran pantalla.

En ese camino, el realizador medio ha olvidado que, detrás de ese juego, se esconde una audiencia dispuesta a sorprenderse, preparada para recibir el regalo de aquello que el director justamente denuncia que se ha perdido, y que se siente incapaz de ofrecer. O quizás es que, en su ensimismamiento, ni siquiera se ha planteado la posibilidad de dejar de lamentarse por una época del cine que ya no existe y tratar de revivirla a partir de una obra de calidad.

En Paul, ese olvido es lo que convierte toda la función en un malo pastiche de todos aquellos referentes que pretende homenajear. La vulgaridad de sus situaciones cómicas y la ausencia completa de originalidad o brillantez en su escritura, algo ya común en la comedia americana de los últimos tiempos, son sus características más apreciables.

Buena parte del elenco del Saturday Night Live vuelve a ponerse al servicio de un Greg Mottola que se aleja nuevamente de su mejor senda, la que intentó construir a partir de su Adventureland, y que aquí vuelve a reconducir hacia lo mediocre.

La excelencia de la animación por ordenador de su protagonista alienígena es quizás la única bomba de oxígeno de la película, pero apenas podrá competir con ese pequeño detalle en un mundo saturado de efectos especiales deslumbrantes.

Se equivocan los autores jóvenes al llorar de esta manera el cine que han perdido.  No se han dado cuenta aún de que es a ellos a quienes les toca reinventarlo. Cuando desistan de filmar esa continua alabanza a la adolescencia crónica de nuestros días disfrazada de falsa comedia y entiendan que las nuevas generaciones merecen crecer con aquello que ellos mismos sintieron, tal vez el cine aprenda a hablar un nuevo y apasionado lenguaje.